C. S. Lewis

Recuperar el viejo sentido del pecado

Es esencial para el cristianismo recuperar el viejo sentido del pecado. Cristo da por supuesto que los hombres son malos. Mientras no reconozcamos que la presunción del Señor es verdadera, no formaremos parte de la audiencia a la que van dirigidas sus palabras, aun cuando pertenezcamos al mundo que Él vino a salvar. Nos falta la primera condición para entender de qué estamos hablando. Cuando los hombres intentan ser cristianos sin esta conciencia preliminar del pecado, el resultado es inevitablemente un cierto resentimiento contra Dios, al que se considera un ser continuamente enojado que pone siempre demandas imposibles. La mayoría de nosotros ha sentido alguna vez una secreta simpatía por aquel granjero agonizante que respondió a la disertación del vicario sobre el arrepentimiento con esta pregunta: «¿Qué daño le he hecho jamás a Él?». ¡Ahí está el problema! Lo peor que le hemos hecho a Dios consiste en haberle abandonado. ¿Por qué no puede Él devolver el cumplido? ¿Por qué no seguir la máxima «vive y deja vivir»? ¿Qué necesidad tiene Él, entre todos los seres, para estar «enfadado»? ¡Para Él es fácil ser bueno!

En los momentos, muy infrecuentes en nuestra vida, en que el hombre siente verdadera culpabilidad, desaparecen todas esas blasfemias. Tal vez nos parezca que muchas cosas deban ser perdonadas como debilidades humanas. Pero no ese género de acciones inconcebiblemente sórdidas y repugnantes que ninguno de nuestros amigos haría jamás, de las que incluso un perfecto sinvergüenza como “x” sentiría vergüenza y que nosotros no permitiríamos que se divulgaran. Actos así no se pueden perdonar. Cuando los cometemos, percibimos cuán odiosa es y debe ser para los hombres buenos, y para cualquier poder superior al hombre que pudiera existir, nuestra naturaleza tal como se trasluce en esas acciones. Un dios que no las mirara con disgusto incontenible no sería un ser bueno. Un dios así no podría ser deseado por nosotros. Hacerlo sería como desear que desapareciera del universo el sentido del olfato, que el aroma del humo, de las rosas o del mar no deleitara nunca más a las criaturas por el hecho de que nuestro aliento huela mal.

Cuando nos limitamos a decir que somos malos, la «cólera» de Dios parece una doctrina bárbara. Mas tan pronto como la percibimos, nuestra maldad aparece inevitablemente como un corolario de la bondad de Dios. Para comprender adecuadamente la fe cristiana, por tanto, debemos tener presente en todo momento el conocimiento alcanzado en los momentos que acabo de describir, y aprender a descubrir la injustificable corrupción, bajo unos disfraces cada vez más complicados. Nada de esto es, por supuesto, una doctrina nueva. (…)

«Si os detenéis y os preguntáis por qué no sois tan piadosos como los primeros cristianos, vuestro propio corazón os dirá que no es por ignorancia ni por incapacidad, sino sencillamente por no haberlo intentado seriamente jamás» (William Law) (…)

Observo que cuanto más santo es el hombre tanto más consciente es de ello. Tal vez hayamos imaginado que la humildad de los santos es una piadosa ilusión que despierta la sonrisa de Dios. Se trata de un error extremadamente peligroso. Lo es en el plano teórico, pues lleva al absurdo de identificar una virtud —es decir, una perfección— con una ilusión —es decir, una imperfección—. Y lo es en el aspecto práctico, pues incita al hombre a confundir la comprensión inicial de la propia corrupción con el comienzo de una aureola alrededor de su necia cabeza. No es así. Cuando los santos —¡incluso ellos!— dicen que son viles, están indicando una verdad con precisión científica.

C. S. Lewis
El problema del dolor, cap. IV

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