C. S. Lewis

Dios ama al hombre

El amor puede perdonar todas las flaquezas y seguir amando a pesar de las debilidades del amado, pero no puede cejar en su empeño de eliminarlas. El amor es más sensible que el odio a las manchas del amado. Su «sensibilidad es más suave y delicada que los tiernos cuernos del caracol». El amor tiene una capacidad de perdón superior a cualquier otro poder. Pero es también el menos dispuesto de todos a tolerar las manchas del amado, y aunque se satisface con poco, lo exige todo.

Cuando el cristianismo dice que Dios ama al hombre, quiere decir exactamente que lo ama. La idea cristiana del amor divino no significa, pues, que Dios se ocupe de nuestro bienestar con indiferencia o desinterés, sino que somos objetos de su amor. He ahí una impresionante y sorprendente verdad. ¿No preguntábamos por un Dios que fuera amor? Pues aquí lo tenemos. El magno espíritu alegremente invocado, el «Señor de aspecto terrible», está presente. No es la senil benevolencia que desea perezosamente que cada cual sea feliz a su modo, ni la gris filantropía de un magistrado escrupuloso, ni tampoco la solicitud del anfitrión deseoso de atender bien a sus invitados, sino un fuego voraz, el amor creador de los mundos, tenaz como el amor del artista por su obra, despótico como el del hombre por el perro, providente y venerable como el del padre por su hijo, celoso, inflexible y exigente como el amor entre los sexos. (…)

El problema de reconciliar el dolor humano con la existencia de un Dios que es amor resulta insoluble únicamente si damos a la palabra «amor» un sentido trivial, si consideramos las cosas como si el hombre fuera el autor de ellas. Pero el hombre no es el centro. Dios no existe por motivo del hombre; y el hombre no es la causa de su propia existencia: «Tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas». La principal razón de la creación no fue que el hombre pudiera amar a Dios, aunque también fue creado para amarlo, sino que Dios pudiera amar al hombre, que pudiéramos convertirnos en objetos en los que el amor divino pudiera «complacerse». Pedir que el amor de Dios se contente con nosotros tal como somos significa pedir que Dios deje de ser Dios. Habida cuenta de que Dios es el que es, su amor, por imperativo de la naturaleza misma de las cosas, tiene que ser dificultado y rechazado por ciertas manchas de nuestro actual carácter. Y como Él nos ama previamente, tiene que afanarse por hacer de nosotros seres dignos de ser amados. Tan absurdo como el deseo de la criada pordiosera de que el rey Copetua estuviera contento con sus harapos e inmundicia, o como la pretensión del perro que ha aprendido a amar a un hombre de que el dueño tolerara en su hogar los ladridos, parásitos y suciedad de una criatura procedente de una jauría salvaje, sería el empeño en que Dios se resignara, ni siquiera en nuestros mejores momentos, con nuestras actuales impurezas. Lo que en ese caso llamamos nuestra «felicidad» no se ajusta al parecer de Dios. Cuando nos hagamos seres a los que Él pueda amar sin obstáculos, entonces seremos realmente felices.

C. S. Lewis
El problema del dolor, Cap. III

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