Mi Señor se quita el manto, se ciñe una toalla, echa agua en la jofaina y lava los pies a sus discípulos: también quiere lavarnos los pies a nosotros. Y no sólo a Pedro, sino a cada uno de los fieles nos dice: «Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos». Ven, Señor Jesús, deja el manto que te has puesto por mí. Despójate, para revestirte de tu misericordia. Cíñete una toalla, para que nos ciñas con tu don: la inmortalidad. Echa agua en la jofaina y lávanos no sólo los pies, sino también la cabeza; no sólo los pies de nuestro cuerpo, sino también los del alma. Quiero despojarme de toda suciedad propia de nuestra fragilidad.
¡Qué grande es este misterio! Como un siervo lavas los pies a tus siervos y como Dios mandas rocío del cielo […]. También yo quiero lavar los pies a mis hermanos, quiero cumplir el mandato del Señor. El me mandó no avergonzarme ni desdeñar el cumplir lo que él mismo hizo antes que yo. Me aprovecho del misterio de la humildad: mientras lavo a los otros, purifico mis manchas.
San Ambrosio
El Espíritu Santo I, 12-15
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