¡Qué bella eres María!
Vara refulgente. Caudal de dicha. Vertical de estrellas. Brasa blanca. Regazo inefable. Dulzura silente. Emperatriz serena.
¡Qué bella eres María!
Madre compasiva. Capullo suave que perfumas las almas. Virgen contemplativa. Presencia firme en la noche de la prueba. Madre limpia del Alfa y la Omega. Voz que inclinas a los ángeles. Jardín sellado de Dios Uno y Trino.
¡Qué bella eres María! Oh!, Virgen Inmaculada.
Bienaventurada y Santísima, vives glorificada en Aquel que es Trascendente, Simple, Bondadoso, Inmutable y Eterno. Vives en el Dios vivo. Vives y nos conoces. Nos conoces y nos asistes. Intercedes amándonos. Nos amas favoreciéndonos. Vives obteniéndonos de tu Hijo el crecimiento de la divina Gracia, y, todo lo bueno, lo justo y santo.
Oh!, María, alabamos a Dios por tu Inmaculada Concepción. Y tanto nos silenciamos, como nos vemos movidos a cantar tu nombre. Nos elevamos con himnos. Subimos plegarias. Y esperamos como niños ser rozados por tu manto, mirados por tus ojos, tocados por tu limpia voz.
Oh!, María, eres bella. Y es espléndido tu modo de reinar. Tu corazón oyente, y sin mancha, nos arrebata. La castidad de tus movimientos nos enamora. Los repliegues purísimos de tu alma nos arrodillan.
¡Qué bella eres María!
Un temblor santo recogieron en sus labios los profetas que te vislumbraron. Una quieta luz se asentó en el corazón de los Patriarcas que te pensaron. Se alegraron los ángeles en tu Inmaculada Concepción. Se regocijan las generaciones pronunciando tu nombre: María, la llena de Gracia. María la sin par.
«No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón», dice san Bernardo. Hoy la contemplamos bajo el misterio de su Inmaculada Concepción.
Otra vez, lo inefable… ¿Qué decir de aquella que en vistas de su maternidad divina fue preservada del pecado original? ¿Qué lenguaje podría ayudarnos a nombrar, o a encauzar reflejos siquiera, que mejor la muestren, siendo nosotros pecadores? María nos excede. Asombrados contemplamos a la única criatura sin pecado. Nos admiramos. Y toda nuestra afectividad se pliega a nuestra fe. Y maravillados nos postramos ante Dios, por habernos dado a amarla como Madre Celeste.
La Inmaculada Concepción es un dogma. Y se desprende de esta verdad de fe, que María es la favorecida, la elegida para la triple dignidad de hija predilecta del Padre, Madre muy querida del Hijo, y Esposa del Espíritu Santo.Dios quiso formarla “como un océano de gracias”, enseña San Buenaventura. Un océano. Con todo lo felizmente insondable de su profundidades.
Su corazón iluminado, iridiscente de divina vida, abierto al único Señor, sin jamás cerrarse, se elevaba sin esfuerzo de lo visible a lo invisible. En Dios fijaba su mirada de fe sin interferencias. Sin los nubarrones que el pecado superpone al Sol divino. Caminaba afirmándose en Dios en medio de las violencias y pruebas de esta vida, sufriéndolas, pero sin moverse del profundo e insondable amor a su Señor, sin errar en la esperanza.
El anuncio del ángel, el diálogo, el Sí, habían alumbrado con novedad su espíritu. El ángel llega de parte de Dios. Llega para llevarse una respuesta. Y su modo de aparecer es fuerte. El diálogo resulta grave. Decisivo para el género humano. Porque de su respuesta pende el sentido, la salvación de los hombres, los destinos de la materia, la realidad del mismo universo.
Su Sí suscita la maravilla, la Redención, la transfiguración del dolor, el renacimiento en Dios de los hombres, la Nueva Alianza, la Vida eterna para el barro humano.
Desde aquel encuentro, necesariamente, María comenzaría a percibir los designios de Dios con altísima visión de sabiduría. Todo había cambiado con su Sí. Su cuerpo y su alma. Y el mundo. La realidad toda. Lo visible y lo invisible… Y sin embargo, en aquel primer momento, por fuera todo seguía como siempre: los astros en su lugar, las mismas conversaciones en la aldea, los pájaros que volvían a acomodarse en sus nidos, el oleaje en el mar de Galilea, el juego de los niños nazarenos.
Será con el correr de los días que María irá percibiendo los efectos de la Encarnación. Su cuerpo ardía de fuegos celestes. Lo que se le comunicaba a su alma, amplificaba tanto su sabor de lo santo, como su ardor de amor. Sentía todas las cosas como una novedad inefable. Llevaba a Dios en su frágil cuerpo. Se había convertido en morada de la divina Gloria, en un Sagrario vivo. En el tabernáculo de la Luz de Luz.
Por eso, creo que visitando a su prima Isabel, saliendo de Nazaret, moviéndose, hubo de encontrar transfigurados los paisajes. La tierra de los Patriarcas y de los Profetas era ahora para ella la tierra del Verbo Encarnado. Todo en ella cantaba a Dios. Exultante de gozo. Todos los horizontes del alma de María se habían dilatado de repente según los horizontes de Dios. Ya no era una entre las muchas hijas de Israel, sino la Madre del Mesías.
Si el Espíritu Santo es su místico Esposo, qué delicadezas no le habrá comunicado a María, cuántos ríos de amor se habrán hecho fuente en ella, la más bella, la que podía reflejar como nadie el brillo de la Santidad, y los fulgores de Dios Uno y Trino.
Ninguna criatura como ella poseyó la ciencia de los santos. Madre dócil a la Verdad, adaptándose a las circunstancias de su ambiente social, sin rehusar nada al Amor. Así, caminaba animada por la divina Vida, sin sombras ni cadenas ni esclavitud. Como Inmaculada.
La única que pudo y puede decir con Dios Padre: «He aquí a nuestro Hijo», es la que en respuesta amorosa a ese Hijo, aceptó ser Madre nuestra, y aceptó serlo de un modo tan piadoso, que nuestros nombres quedaron grabados para siempre en su Inmaculado Corazón desde la hora de la Cruz.
Ella también nos ama por nuestro nombre. Ella vive su Misión.
Heroica su fortaleza. Su fidelidad en lo poco y en lo mucho. Su co-redención, al ofrendar también ella a Jesús en su Hora.
Nada pudo nunca desviar de Dios a la Madre de Cristo, ni siquiera frenar su impulso hacia él. Se movía en Dios, desde Dios, y hacia Dios. Cristo era por ella, con ella, y en ella. Su sí, la unió a su Hijo de modo que no se podrá jamás hablarse de Dios sin nombrarla, o glorificar a Jesús sin que ella brille con él en esa glorificación.
Con distinción, la que va de Dios a la criatura, pero con admirada comunión, no se pueden separar el Señor y María al abordar los misterios de la Salvación.
Con esto, sólo balbuceamos algunas de las felices consecuencias que se desprenden de su Inmaculada Concepción. Pues, en el centro de la definición, se nos dice que «fue preservada inmune de toda mancha de culpa original».
Entonces, no pudo con ella la serpiente. No pudo. No pudo porque era enteramente de Dios. La preservada. La Virgen. La colmada de gracia. La favorecida. La abierta al puro amor, al puro querer divino. La Inmaculada.
La serpiente siempre ofrece una falsa vida, sombras, confusión de lenguas, ríos de soberbia, ciencia que no salva, el pan del engaño, las sinuosas rutas de la muerte. La condenación. La serpiente se arrastra, y escucharla es reptar…
María en cambio está de pie. De pie, aún junto a la Cruz. Siempre erguida, como una bandera de victoria, bandera que los niños y los humildes de Jesús pueden mirar con alegría y paz.
Libre. Libre de pecado. Libre de inclinación al polvo, al barro, al ego como centro de gravedad. Sin pecado concebida. Sin pliegues hacia sí misma.
Nosotros, los pecadores, por el sí de la Virgen podemos, con ella, aprender a elevarnos. Ella no nos juzga. La Madre no nos juzga. Y por eso, la Iglesia, con admirable luz, acierta al llamarla: refugio, «refugio de los pecadores».
Sin el sí de María nuestro destino habría quedado encerrado entre los límites de la muerte. Encerrado en pura cárcel biológica, en marchitez, y en final sin redención. Y sin el sí de Dios, no habría ni universo, ni María, ni encarnación. Se han encontrado los síes. El de Dios y el de la Virgen.
Nos salvamos respondiendo al Hijo de aquella que es la «Rosa Mística de intocados pétalos».
Su nombre trae el amparo. El oleaje de la confianza. La bendición de la calma.
Habrá días y noches. Y una noche y un último día. Que entonces el nombre de María esté en nuestros labios y corazón. Que al pronunciar su nombre, ella nos cierre los ojos, y que ella nos abra el Paraíso de Dios. Amén.
P. Gustavo Seivane
Diciembre 2020
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