Para nosotros, que hemos recibido la gracia de saber y de creer, no existe, en efecto, una alegría mayor que este encuentro entre Dios y los hombres, que este «cara a cara» entre el Hijo de Dios y nuestra humanidad. Con él, toda la naturaleza humana resulta no sólo salvada, sino ennoblecida, elevada por encima de sí misma, llevada más allá de sus propias capacidades naturales.
Al acoger al Hijo de Dios, como un hermano, en el corazón de la humanidad, todos los hombres quedan ahora destinados a penetrar en la vida íntima de Dios. En efecto, el nacimiento de Jesús del seno de la Virgen María es una prolongación, en el tiempo y sobre la tierra, de otro nacimiento, decididamente anterior a este último, en la eternidad y en el cielo: su nacimiento continuo del seno del Padre.
Y la alegría de María y José, como la de los pastores, es un reflejo de la infinita alegría que hacen comunicar al Padre y al Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. El Padre contempla constantemente al Hijo, que fluye desde el abismo de su amor, y el Hijo fija sin fin la mirada del Padre. Un amor que profiere un Verbo y engendra un Hijo, y un Hijo que acoge el don del Padre, eternamente agradecido y colmado de amor.
Jamás podrá imaginar un mortal la infinidad de esta alegría divina. Y, sin embargo, he aquí que cada hombre está llamado a entrar en ella, a su vez, y a compartir aunque sólo sean las migajas, que, a pesar de todo, día tras día, son cada vez más.
Nuestra vocación de bautizados no tiene otro significado: hacer que esta alegría del Padre y del Hijo se convierta, progresivamente, en la nuestra. En efecto, también nosotros somos ahora hijos en el Hijo unigénito, coherederos con él. Podemos exclamar con él: «Abba, Padre», en el Espíritu Santo, puesto que no es sólo el Padre de Jesús, sino que es también nuestro Padre de verdad (cf. Rom 8,15).
El nacimiento que tuvo lugar la noche de Navidad es, en consecuencia, la prolongación del nacimiento eterno en la Trinidad.
André Louf
Beata debolezza
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