Yo he tenido siempre un respeto sagrado a los enfermos, a los minusválidos, a cuantos han nacido maniatados por la naturaleza. Pero más que respeto es asombro y admiración lo que siento por aquellos que logran superar esa amargura y cuyo coraje es más fuerte que su enfermedad.
Decía Pascal que el hombre es una caña. A mí me parece más bien una barra de acero que, si está sostenida por un alma entera, jamás será doblada por la adversidad.
Claro que hace falta mucho coraje para ello. Hay demasiada gente que se dedica a mendigar compasión, a pedir que los demás les presten muletas, cuando sólo su voluntad podría curarles. Aunque, ¿cómo pedir a los enfermos más de lo que hacemos los sanos? Lo malo es que un sano mediocre puede ir tirando. Un enfermo mediocre se hunde. Ellos necesitan el doble de coraje que nosotros. ¡Pero qué grandes cuando lo consiguen!
A mí siempre me maravillaba mucho el que Jesús, antes de curar al paralítico, le preguntara: «¿Quieres curarte?». Se diría que es una cuestión tonta. ¿Cómo no va a querer curarse? Y, sin embargo, lo cierto es que hay quienes se acurrucan en su enfermedad o en su trauma y terminan por acariciarla como a un perro querido. Enarbolar el alma, querer curarse es, me parece, la mejor de las medicinas. Y, aunque parezca absurdo, no la más usada.
Desgraciadamente, existen en el mundo demasiadas personas que se dedican a lamer sus propias llagas, en lugar de ponerse en pie a pesar de ellas. O gracias a ellas. Gentes que se escudan detrás de la mala suerte o de las dificultades de la vida. Pero a mí me parece que la verdadera mala suerte es la de los que no usan su alma entera.
Dicen los científicos que el ser humano tan sólo utiliza el diez por ciento de su cerebro. Lo peor es que también usamos sólo el diez por ciento de nuestra voluntad. Un hombre valiente levanta el mundo con sus manos. O consigue, cuando menos, encontrar la felicidad suficiente, incluso estando aplastado por el mundo. ¿De veras hay alguien que crea que la felicidad depende de lo bien que le salgan a uno las cosas? ¿Es que los más ricos, los más listos, los más guapos, los más sanos, son los más felices?
Sí, sí, ya sé que sin un mínimo de dinero, de salud o de inteligencia es casi imposible la felicidad. Pero sé también que el dinero o la inteligencia pueden multiplicar por dos la felicidad, mientras que el coraje puede multiplicarla por diez. No hay mejor lotería que las ganas de vivir.
Euclides pedía un punto de apoyo, con el que se sentía capaz de levantar en vilo al mundo. Pues bien, ese apoyo existe: es la voluntad del hombre.
José Luis Martin Descalzo
Razones para iluminar la enfermedad
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