Lo que el hombre tantas veces ha soltado, el dominio del tiempo, cobra realidad en la Acción Litúrgica. El profesor Guitton analiza el Acto central de la liturgia a la luz de la temporalidad. La presencia de la Víctima del Calvario en nuestro altar no es un absurdo, es un sublime misterio, fruto de la victoria de Cristo sobre el Tiempo.
Ke Nystére de la Messe. Pr ́sence de l’éternité dans le temps.
La Maison Dieu, 65 (1961), 144-154
Tiempo litúrgico
En la liturgia se realiza un asombroso misterio. El tiempo, esencialmente mutable, parece quedar detenido, como alcanzado por una chispa de eternidad. En el ciclo litúrgico anual se conmemora y, reproduce la obra de nuestra redención. La expectación mesiánica, el nacimiento, la muerte y resurrección de Cristo, la venida del Espíritu Santo, se llaman aquí Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Pentecostés. Simultáneamente ensalzamos a los más fieles seguidores de Cristo, modelos de vida cristiana: los santos. Todas las horas del día y de la noche quedan consagradas a Dios en la sobria poesía del oficio divino. Presencia de Cristo y de sus santos, perenne alabanza a Dios; el cielo comienza ya en la tierra.
El tiempo litúrgico es tiempo de la vida humana, pero a la vez es también tiempo de la vida divina. Lo podríamos llamar tiempo humano-divino, símbolo de la acción del que es Eterno en nuestra vida temporal, tiempo propicio para la reflexión, para la higiene espiritual. Tiempo del retorno, de la repetición y también del cumplimiento, porque el retorno no se realiza nunca de la misma manera. El tiempo de la vida humana que fluye sin posible remanso encuentra en la rítmica armonía del tiempo litúrgico la secreta unidad que preanuncia la eterna posesión. He ahí por qué el tiempo litúrgico encuentra su más acabada expresión en el canto sagrado. En él, el grito es palabra y la palabra melodía. El alma que vive en y del tiempo litúrgico puede cambiar el gemido angustioso de la vida en un canto de dicha. Cada existencia tiene su propio ritmo. Si el hombre pudiera desentrañar el secreto de su destino temporal-eternal, cantaría su vida en una liturgia propia y personal. Este será, sin duda, uno de los aspectos de la eterna liturgia: Misericordias Domini in aeternum cantabo. No podemos conocer la modulación inefable de nuestro destino en la eternidad, pero por la liturgia penetramos un poco en su oscuridad.
Quien no ve en la liturgia más que una mecánica repetición de automatismos sagrados, no descubre el sentido de esta aparente monotonía. Pero el alma verdaderamente espiritual vence la rutina exterior e integra la liturgia en el ritmo de la vida de la Iglesia. No vive la inmovilidad de la materia; sino que descubre la inmutabilidad de la vida divina.
La historia puede repetirse, el tiempo perdido puede encontrarse, largos años de maldad se borran en un instante reparador. Parece un mito y es una realidad del mundo de la fe.
Misa y tiempo
La manifestación más palpable de esta realidad se da en el acto fundamental de la liturgia, en la Misa.
La Misa es a la vez anuncio y recuerdo. San Pablo dice a los de Corinto que cada vez que celebran la Eucaristía anuncian la muerte del Señor hasta que Él venga.
Nuestra consideración quiere detenerse ahora en un aspecto de la Misa tal vez no tan estudiado: la Misa en función del tiempo.
La Misa incluye una recapitulación y una repetición. Centremos la atención en esta repetición tan extraordinaria ontológicamente.
Al pensamiento protestante le parece una impiedad y un absurdo el concepto católico de la Misa. Impiedad porque la repetición indica que el Sacrifico de Cristo fue insuficiente. Absurdo ontológico porque lo que en el orden del ser ya ha sido no puede volver a ser.
Cristo Señor del tiempo
Cristo anticipó su propio sacrificio y lo presentó a los discípulos bajo la forma de su Cuerpo y Sangre separados tal como habían de estar al día siguiente. Esto supone que el sacrificio de la Cruz aunque único en su género puede, en algún modo, anteproducirse; lo que sería imposible si no hubiera en él, junto a lo que tiene de irrepetible, algo que le haga capaz de ser reproducido antes de que sea y después de que haya sido. Cristo ha previsto su muerte en el momento en que nada indica que sea tan cercana. Su acción de hoy no tiene sentido, sino a la luz de los acontecimientos de mañana. Para Cristo el porvenir es presente; no sólo su propio porvenir, sino también el porvenir de algo exterior a Él. Para anunciar de un modo categórico en la tarde del primer Jueves Santo los complejos sucesos del Viernes es precisó una ciencia suprahumana, inexplicable sin relacionarla con la simultaneidad divina.
Los Apóstoles no podían comprender lo que pasaba ante sus ojos: porque no estaban sobre el tiempo. Pero cuando se cumplió no pudieron dejar de interpretar la Cena del Jueves en función del Sacrificio del Viernes. Pero además Cristo había dicho: Haced esto en memoria mía. Desde un principio, cuando los cristianos se refinen reproducen este rito como distintivo de la nueva religión. El tiempo que sigue a la primera Pascua parece haberse detenido; Jesús había dominado al tiempo con su divino poder haciendo que algo único pudiera anticiparse y repetirse. Esta disociación de la entidad histórica de un hecho es imposible para el hombre, pero no es contradictoria en si misma, y, por lo tanto, siempre posible para Dios.
Eternidad en el tiempo
El Sacrificio de Cristo en la Cruz tiene, como hecho histórico, un pasado y un futuro. Pero la realidad misma del Sacrificio es ya en su pasado y de nuevo es en el futuro. La reproducción anterior es única, obra de Cristo que en la Cena anticipa su Sacrificio. La reproducción posterior no puede ya ser obra de Cristo; será obra de los que tienen desde entonces el lugar de Cristo. Esta segunda repetición paralela a la Cena puede darse en cualquier punto del espacio y del tiempo y no es un mero símbolo: Misa-Cena y Cruz se identifican bajo cierto aspecto.
Creemos asegurar esta identificación si interpretamos el acto sacrificial histórico dentro del ámbito de una oblación eterna. En todo hecho histórico descubrimos un elemento interior, vivificador, que puede repetirse en un momento dado, e incluso eternizarse. En el Sacrificio de Cristo el elemento eternizable no puede ser tal o cuál circunstancia concreta de su muerte cruenta, sino sólo la oblación, la obediencia al Padre hasta el sacrificio. Esta oblación no es intemporal porque se dio en el tiempo, pero cobra un valor supratemporal desde el momento en que se eleva hasta la eternidad.
Al admitir una situación de oblación eterna evitamos la aparente contradicción que importa la repetición de lo histórico como tal, la multiplicidad de lo uno, en fin, la atemporalidad de lo temporal. La eterna oblación de Cristo permite que la realidad del sacrificio de la Cruz se haga de nuevo presente en otro lugar y en otro tiempo.
Las explicaciones más profundas del Sacrificio de la Misa son las que se incluyen en la perspectiva trazada por la carta a los Hebreos. No basta indicar la relación de la Misa con la Cruz, sino que es necesario unirla a la oblación eterna, que Cristo-Víctima ofrece en la gloria. La realidad histórica puede reproducirse (no meramente recordarse o conmemorarse), porque su historicidad ha quedado sublimada en esta oblación eterna, siempre presente, siempre actual. A través de ella el Sacrificio de cada día se une al Sacrificio eterno in sublime altare tuum: Es la victoria sobre el tiempo, que queda como detenido ante este contacto con la eternidad.
En la Misa se realiza el sacrificio de Cristo: Pero la Misa no reedita históricamente este sacrificio, porque el hecho histórico ha sido una vez para siempre. Se repite todo aquello que puede repetirse sin absurdo ni contradicción: fuera del tiempo, la oblación victimal de Aquél que se inmoló una vez para siempre y que desde entonces ha entrado en la inmutable eternidad. Y en el tiempo, el acto litúrgico al que el Creador ha comunicado, en el misterio, toda la eficacia y la realidad del hecho histórico irrepetible.
Tradujo y condensó: JORGE ESCUDÉ
Fuente: Selecciones de Teología
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