Nadie, pues, diga, hermanos, que en la actualidad ya no obra nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes hacía y, en consecuencia, prefiera los primeros tiempos de la Iglesia a los presentes; pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron por haber visto. En efecto, la fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado al Maestro, necesitaron palparle para creer.
No les bastó verlo con los propios ojos: quisieron palpar con las manos su cuerpo y las cicatrices de las recientes heridas; hasta el punto de que el discípulo que había dudado, tan pronto como tocó y reconoció las cicatrices, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Aquellas cicatrices eran las credenciales del que había curado las heridas de los demás.
¿No podía el Señor resucitar sin las cicatrices? Sin duda, pero sabía que en el corazón de sus discípulos quedaban heridas, que habrían de ser curadas por las cicatrices conservadas en su cuerpo. Y ¿qué respondió el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Le dijo: ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
¿A quiénes llamó dichosos, hermanos, sino a nosotros? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan después de nosotros. Porque no mucho tiempo después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe en sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él, creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito: para conquistar esa fe, movilizaron únicamente su piadoso corazón, y no el corazón y la mano comprobadora.
San Agustín
Sermón 88, 1-2

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