¡Cómo me gustaría mortificar estos mis miembros mortales! ¡Cómo me gustaría cargarme espiritualmente con cualquier peso, caminando por la vía estrecha, por la que pocos caminan, y no caminando por la ancha y fácil! Grandes y extraordinarias son las realidades que se siguen. La esperanza supera nuestro mérito y nuestra misma dignidad. ¿En qué consiste este misterio nuevo que me rodea? Soy pequeño y grande, humilde y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Las primeras realidades las tengo en común con este mundo inferior, las otras me vienen de Dios. Es necesario que sea sepultado con Cristo, que resucite con él y con él reciba la heredad; que llegue a ser hijo de Dios y, de algún modo, Dios mismo.
Esto es lo que nos manifiesta este gran misterio: Dios, que por nosotros se ha revestido de humanidad, se ha hecho pobre para elevar nuestra naturaleza envilecida y restaurar en nosotros su imagen desfigurada, promoviendo al hombre para que todos nosotros seamos uno en Cristo, el cual se ha realizado perfectamente en todos nosotros en plenitud. ¡Qué podamos llegar a ser lo que esperamos según la magnífica benevolencia de Dios! Poca cosa es lo que nos pide, comparada con la inmensidad que regala, en el tiempo presente y en el venidero, al que le ama con sincero corazón: cuando por el amor y la esperanza en él nos esforzamos por soportar cualquier cosa, dándole gracias por todo, en el gozo y la tristeza, y le encomendamos nuestras almas y las de nuestros compañeros de peregrinación.
Gregorio Nacianceno
Discursos VII, 23s, passim

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