«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6, 36)
Cuanto más nos engolfamos en la inmensidad de la bondad divina, tanto más vamos adquiriendo conocimiento de nosotros mismos. Comienzan a abrirse las fuentes de la gracia y a abrirse las flores magníficas de las virtudes. La primera, la mayor, es el amor de Dios y del prójimo. ¿Cómo puede encenderse ese amor sino en la llama de la humildad? Porque sólo el alma que ve su propia nada se enciende de amor total y se transforma en Dios. Y transformada en Dios por amor, ¿cómo podría dejar de amar a toda criatura por igual? La transformación de amor hace amar a toda criatura con el amor con que Dios creador ama a todo lo por él creado. Y es que hace ver en toda criatura la medida desmesurada del amor de Dios.
Transformarse en Dios quiere decir amar lo que Dios ama. Quiere decir alegrarse y gozarse de los bienes del prójimo. Quiere decir sufrir y contristarse por sus males. Y como el alma abierta a estos sentimientos está abierta al bien y sólo al bien, no se enorgullece al ver las culpas de los hombres, ni juzga, ni desprecia. Estos sentimientos le impiden el orgullo que nos lleva a juzgar. Y le lleva a ver no sólo los males morales de su prójimo sufriéndolos y haciéndolos suyos, sino también los males corporales que afligen a la humanidad, y por el amor que la transforma totalmente, los reputa como males propios.
Angela de Foligno
Instrucciones

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