Si logras elevarte por encima del dolor; si consideras cada dificultad, carga, privación y dolor como una visita divina, entonces vivirás y estarás más allá de las tentaciones. Nadie podrá perturbar tu espíritu. Pero en la medida en que quieras contraatacar, o quieras triunfar sobre tus problemas, conquistar tu dolor, luchar para recuperar las cosas que perdiste o te quitaron, entonces no puedes tener una relación con Dios, porque esto es precisamente lo que se ve interrumpido por tu obstinación y tu resistencia.
Digamos, por ejemplo, que no te gusta lo que te dan de comer. Aprenderás a decir con San Pablo: «He aprendido a contentarme en cualquier circunstancia». Si me dan algo de comer, comeré. Si no tengo nada para comer, no comeré. ¿Tengo buena salud? Diré: «Gloria a Dios». ¿Mi salud es mala? Seguiré diciendo: «Gloria a Dios». Pero en el momento en que me angustio por mi salud, deseando sólo mejorar… He perdido a Dios. Me he vuelto como un trompo que gira fuera de control.
Lo mismo sucede cuando soy incapaz de entender que no necesito las cosas que no tengo. Alguien se llevó alguna ropa, o mis cosas, o mi dinero. Ninguna de estas cosas es necesaria y puede ser reemplazada. En diferentes formas, la privación y el dolor constituyen elementos básicos de la vida espiritual.
Una persona que se resiste las dificultades, o que tiene miedo al dolor, o que no puede soportar perder o ser privada de sus posesiones, ha perdido a Dios. Para tal persona, Dios está muerto. Por el contrario, la persona comprometida con la lucha espiritual debe aprender no solo a aceptar el dolor físico y otras dificultades, sino que debe aprender a verlos y comprenderlos como bendiciones y oportunidades para el crecimiento espiritual y la santificación.
No nos engañemos. No hay duda de que Dios existe. La pregunta es si Él existe o no para mí y seguramente no existe cuando mi vida está desprovista de las señales de Su presencia.
Elder Aimilianos de Simonopetra
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