Nos santificamos con la santidad de la Iglesia, pero la Iglesia no es profanada por nuestros pecados, porque su santidad no proviene de nosotros, sino de Dios a través de Cristo, y ella misma no está en nosotros, aunque esté compuesta por nosotros (como nuestro cuerpo se compone de tejidos y fibras pero su sustancia, no está en ellos, sino más bien en su unión orgánica en la forma de un todo único). La Iglesia no es solo la reunión de hombres (de creyentes), sino sobre todo lo que los reúne, es decir, la forma esencial de unidad dada de lo alto mediante la cual pueden ser partícipes de la divinidad (…)
La Iglesia es santa y divina porque está santificada por la Sangre de Jesucristo y los dones del Espíritu Santo; lo que directamente procede de este principio que santifica la Iglesia es divino, puro e inmutable; en cambio, las obras de los hombres de Iglesia, realizadas según el carácter humano, aunque hechas por la Iglesia, tienen algo muy relativo y, lejos de ser algo perfecto, solo están en vías de perfeccionamiento. Este es el lado humano de la Iglesia. Pero detrás del torrente cambiante y que oscila de la humanidad eclesial se encuentra y se constituye la Iglesia misma de Dios, la fuente infinita de la gracia divina, la incesante acción del Espíritu Santo que da a la humanidad la verdadera vida en Cristo y en Dios.
Vladimir Soloviev
Los fundamentos espirituales de la vida, P. II, C. 5
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