Durante las apariciones, Francisco, al igual que Lucia y Jacinta, soportó con espíritu inalterable y con admirable fortaleza las calumnias, las malas interpretaciones, las injurias, las persecuciones y hasta algunos días de prisión. Durante ese momento tan angustioso en que habían encarcelado a los tres niños, Francisco se resistía fuertemente a la autoridad, infundiendo valor a su prima y a su hermana. Cuantas veces le amenazaban con la muerte respondía: Si nos matan no importa; vamos al cielo.
¡SI YO PUDIERA CONSOLARLE!
El Ángel, en tercera aparición, dijo a los tres pastorcitos: Consolad a vuestro Dios. Estas palabras impresionaron vivamente a Francisco y orientaron toda su vida. Sólo a él Dios se dio a conocer muy triste, como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo respondió: Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra Él. Quiso ser el Consolador de Jesús. Su pena era ver a Jesús ofendido; su ideal, consolarlo. Desde entonces hasta su muerte, vivirá movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo pensar de los niños- de consolar y dar alegría a Jesús, y para esto hará todos los sacrificios que pueda.
Un día de noviembre de 1917, su prima Lucia le preguntó: -¿Qué es lo que más te gusta: consolar a Nuestro Señor o convertir a los pecadores para que las almas no vayan al infierno? La respuesta de Francisco fue inmediata: -Si tuviera que elegir, preferiría consolar a Nuestro Señor. ¿No has advertido cómo la Santísima Virgen, el mes último, se entristeció mucho cuando nos pidió que no se ofenda más a Nuestro Señor, que es tan ofendido? Quisiera, primero, consolar a Nuestro Señor; pero, después, convertir a los pecadores para que no le ofendan más.
EL REZO DEL ROSARIO
El joven pastor nunca oyó las palabras de la Santísima Virgen, como tampoco las del Ángel que se les apareció previamente. La Señora del cielo no le dirigió la palabra directamente y ni siquiera tuvo, como Jacinta, el favor de oír ese son de voz tan acariciador. No oía, pero sí veía. En las apariciones se queda un poco detrás de sus compañeras. Cuando Lucia le comunicó que Nuestra Señora le había dicho que él iría al cielo, pero que tendría que rezar antes muchos rosarios, rezumando de alegría, dijo: ¡Santísima Virgen, rezaré tantos rosarios como quieras! Su carácter reflexivo le llevaba a recordar a su hermana y a su prima el compromiso que tenían con el cielo de rezar y de mortificarse. Su celo era admirable y servía de ejemplo a las dos chiquillas.
A partir de aquel momento, durante el resto de su vida -¡tan sólo dieciocho meses!- no dejó pasar ni un solo día sin rezar el rosario. Estando ya enfermo, ni siquiera en los instantes en que la fiebre era muy alta se olvidaba de rezar su rosario. Sabía que era la plegaria preferida de la Señora, que en su última aparición dijo a los videntes: Soy la Virgen del Rosario. Había días que rezaba varios rosarios.
Con frecuencia pedía a su hermana o a su prima que le acompañaran en el rezo del rosario. Pero, con más frecuencia, lo rezaba solo. Muchas veces, mientras Lucia y Jacinta jugaban, él paseaba. -Francisco, ¿qué haces?, le preguntaban. Por toda respuesta, elevaba los brazos para que vieran su rosario. -Ven a jugar ahora. Después rezaremos los tres, le decían ellas. -¿Después?… ¡Ahora y después!… Olvidáis que la Señora ha dicho que debo rezar mi rosario.
Durante su enfermedad alguna vez se lamentó ante su madre que su debilidad no le permitía, en ciertos momentos, rezar los 15 misterios de una sola vez y poder ofrecer un rosario entero. Entonces Olimpia le ayudaba y le tranquilizaba diciéndole que la Virgen se contentaba con una plegaria mental, sin necesidad de pronunciar las palabras que le causaban tanta fatiga.
JESÚS ESCONDIDO
De los tres niños, Francisco era el más contemplativo y fue tal vez el que más se distinguió en su amor reparador a Jesús en la Eucaristía. Tenía un amor muy grande al Santísimo Sacramento, a quien siempre se refería llamándole Jesús Escondido. Era capaz de pasar las horas junto al sagrario acompañando y consolando al Señor.
En la tercera aparición del Ángel, éste dio la comunión a los tres videntes. A Lucia le ofreció la hostia, y a Jacinta y a Francisco, el cáliz. Después de comulgar, el pastorcito de Fátima decía: Yo sentía que Dios estaba en mí pero no sabía como era.
Después de las apariciones, los dos hermanos Marto siguieron su vida normal. Su prima Lucia empezó a ir a la escuela tal como la Virgen se lo había pedido. Francisco y Jacinta iban también para acompañarla. Cuando acudían al colegio, pasaban primero por la iglesia para saludar al Señor. Al acercarse la hora del comienzo de las clases, Francisco, conociendo que no habría de vivir mucho en la tierra, le decía a Lucia: Id vosotras al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús Escondido. ¿Qué provecho me hará aprender a leer si pronto estaré en el Cielo? Dicho esto, el pequeño se iba tan cerca como era posible del sagrario.
Francisco sentía verdadero horror por la mentira. En uno de los interrogatorios a que fueron sometidos los pequeños videntes, le preguntaron a su prima si la Virgen les había pedido que rezasen por los pecadores. Lucia contestó: no. El pequeño pastor de Fátima pensó que la respuesta había sido una mentira, y acercándose a la chica, le dijo: –¿Cómo puedes decir que la Señora no nos había pedido que pidiéramos por los pecadores?… Acabas de mentir… Lucia, con serenidad le aclaró: –No nos ha pedido que oremos por los pecadores… Acuérdate… Nos ha pedido que oremos por la paz, con el fin de que la guerra termine; en lo que se refiere a los pecadores, sólo nos ha pedido que hagamos sacrificios. Con un suspiro de alivio, el muchacho dijo: Es verdad; tienes razón… Creí que habías mentido.
En una ocasión, habían acudido a verle Lucia y Jacinta. Hablaban los tres y, en un momento, Francisco les pidió que hablaran menos fuerte porque la cabeza le dolía mucho. Entonces su hermana le dijo: Ofrece tu sufrimiento por los pecadores. El enfermo asintió: Ante todo, lo ofrezco para consolar a Nuestro Señor; después, para consolar a Nuestra Señora, y luego lo ofreceré por los pecadores y por el Papa.
Otro día, estando ya la enfermedad muy avanzada, Lucia encontró su primo muy contento, e incluso creyó advertir algún síntoma de mejoría en su salud, por lo que le dijo: Tú estás mejor. Francisco no era de la misma opinión: No, me siento mucho peor. Ya me falta poco para ir al cielo. Allí voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora. Jacinta va a pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por ti; y tú quedas aquí, porque Nuestra Señora lo quiere. Mira: Haz todo lo que Ella te diga.
Francisco era consciente de que estaba próxima la hora de su muerte. Lucia y Jacinta habían acudido a despedirse. Olimpia no puede contener la emoción y hace señas a su sobrina para que acorte la despedida. -Francisco, adiós… Si vas al Paraíso esta noche, no nos olvides. ¿Has oído? -No, no os olvidaré; podéis estar tranquilas. -Adiós, pues, hasta que nos volvamos a ver en el cielo. -Hasta el cielo…
En la madrugada del 4 de abril de 1919, después de pedir perdón a todos los que le rodeaban, particularmente a su madrina, por las penas que les podía haber causado, dijo a su madre: Mira, madre, qué hermosa luz, allí, cerca de la puerta… Y un momento después: Ahora ya no la veo. Y con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido, expiró dulcemente.
Fue canonizado el 13 de mayo de 2017, en el I Centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima, por el Papa Francisco.
0 comments on “San Francisco Marto”