Hemos pensado especialmente en los sacerdotes. Nuestro corazón sacerdotal ha querido confrontarlos, alentarlos. Unidos a todos los sacerdotes, suplicamos: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Mientras estalla la tempestad, el Señor duerme. Parece abandonarnos al oleaje de la duda y el error. Desde todas partes, las olas del relativismo azotan la barca de la Iglesia. Los apóstoles tuvieron miedo. Su fe se enfrió. A veces también la Iglesia parece tambalearse. En medio de la tempestad vaciló la confianza de los apóstoles en el poder de Jesús. Estamos viviendo ese mismo misterio. No obstante, sentimos una profunda paz, porque sabemos que es Jesús quien guía la barca. Sabemos que nunca se irá a pique. Creemos que solo ella puede conducirnos al puerto de la salvación eterna.
Sabemos que Jesús está ahí, con nosotros, dentro de la barca. Queremos reafirmar nuestra confianza en Él y nuestra fidelidad absoluta, plena, incondicional. Queremos volver a pronunciar ese gran «sí» que le dijimos el día de nuestra ordenación. Ese «sí» absoluto nos lo hace vivir a diario nuestro celibato sacerdotal. Porque nuestro celibato es una declaración de fe. Es un testimonio, ya que nos introduce en una vida que solo tiene sentido en Dios. Nuestro celibato es testimonio, es decir, martirio. El término griego posee ambos significados. En medio de la tempestad, nosotros, los sacerdotes, hemos de volver a afirmar que estamos dispuestos a perder la vida por Cristo. Día tras día, damos ese testimonio con el celibato mediante el cual entregamos nuestra vida.
Dentro de la barca Jesús está durmiendo. Pero si vencen las dudas, si nos da miedo poner en Él nuestra confianza, si el celibato nos hace retroceder, nos arriesgamos a escuchar su reproche: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8, 26).
Texto escrito por el cardenal Robert Sarah
Leído y aprobado por Benedicto XVI
Ciudad del Vaticano, septiembre de 2019
Del libro «Desde lo más hondo de nuestros corazones»
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