Así interpretaron los Padres los brazos extendidos de Cristo en la cruz. Ese es para ellos el gesto cristiano originario para orar, la actitud Orante que con tanta emoción contemplamos en las catacumbas. Esos brazos extendidos del Crucificado nos lo presentan como orante, pero su oración ofrece al mismo tiempo una nueva dimensión que caracteriza la glorificación cristiana de Dios. Los brazos abiertos significan la adoración porque nos revelan la entrega total a los hombres, porque son el gesto del abrazo, de la hermandad plena e indivisa. Al interpretar simbólicamente la cruz de Cristo, la teología de los Padres afirmó que en la actitud cristiana de oración van indisolublemente unidas la adoración y la hermandad, el servicio a los hombres y la glorificación de Dios.
Ser cristiano significa especialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los demás. Esto explica también la idea de elección, que tan extraña nos resulta en la actualidad. Elegir a alguien no significa que se le prefiera y se le separe de los demás, sino introducirlo en la tarea común de que hemos hablado. Por eso, la decisión básica cristiana –ser cristiano– supone dejar de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse a la existencia de Jesucristo, consagrado al todo. Seguir la cruz no tiene nada que ver con una devoción privada. Seguir la cruz supone, más bien, que el hombre deja atrás la reclusión y la tranquilidad de su yo, crucificar el propio yo para salir de sí mismo, para seguir las huellas del Crucificado y existir para los otros.
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La auténtica vida empieza cuando se asume la suerte del grano de trigo, cuando uno vive la vida como ofrenda, cuando uno se abre, cuando uno se pierde a sí mismo.
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«Quien ama su vida la pierde; y quien odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mc 8, 35 par).
No basta que el hombre salga de sí. El que sólo quiere dar y no está dispuesto a recibir; el que sólo quiere ser para los demás y no está dispuesto a reconocer que también él vive del sorprendente e inmerecido don del «para» de los demás, ignora la configuración fundamental del ser humano y destruye el verdadero sentido del «para los demás». Si la superación de sí mismo quiere ser realmente provechosa, necesita recibir algo de los otros y, en definitiva, del Otro, que es el auténtico otro de toda la humanidad y que a la vez es el plenamente uno con ella: Jesucristo, el Dios hecho hombre.
Joseph Ratzinger
Introducción al cristianismo
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