«Nuestros sentidos están hechos para las cualidades del espíritu»; si no se les permite llegar a estas alturas, nos encontraremos inevitablemente con sentidos entumecidos y disminuidos, empobrecidos y banales, vacíos y apagados, infantiles y nunca desarrollados ni madurados, no obstante la edad de la persona.
«Nosotros somos luz –reconoce de forma realista Bergonzoni– y estamos trabajando tan a oscuras como boca de lobo». De ahí que haya hoy tantos adultos con sentidos de niño (no ciertamente en su sentido evangélico) o, a lo más, de adolescentes, y que, por consiguiente, solo han aprendido a captar el aspecto material y exterior de la vida, es decir, solo lo que parece responder a exigencias de cierto tipo: las típicas del denominado primer nivel (vinculadas a las necesidades elementales de la supervivencia y el bienestar físico, de la comida y la bebida…) o del segundo nivel (conectadas con las necesidades relacionales de comprensión, benevolencia, amistad, compromiso sexual…). Es como si en la escuela de la vida se hubieran detenido en el aprendizaje del alfabeto, o bien en algo que es primitivo y absolutamente inadecuado para percibir el misterio de la vida y la vida como misterio.
Podríamos decir, pues, que el riesgo de perder los sentidos se asocia siempre a otro peligro quizá aún más grave, a saber, el perder el sentido del misterio.
Amedeo Cencini
¿Hemos perdido nuestros sentidos?, Cap. I.
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«Nuestros sentidos están hechos para las cualidades del espíritu»; si no se les permite llegar a estas alturas, nos encontraremos inevitablemente con sentidos entumecidos y disminuidos, empobrecidos y banales, vacíos y apagados, infantiles y nunca desarrollados ni madurados, no obstante la edad de la persona.
«Nosotros somos luz –reconoce de forma realista Bergonzoni– y estamos trabajando tan a oscuras como boca de lobo». De ahí que haya hoy tantos adultos con sentidos de niño (no ciertamente en su sentido evangélico) o, a lo más, de adolescentes, y que, por consiguiente, solo han aprendido a captar el aspecto material y exterior de la vida, es decir, solo lo que parece responder a exigencias de cierto tipo: las típicas del denominado primer nivel (vinculadas a las necesidades elementales de la supervivencia y el bienestar físico, de la comida y la bebida…) o del segundo nivel (conectadas con las necesidades relacionales de comprensión, benevolencia, amistad, compromiso sexual…). Es como si en la escuela de la vida se hubieran detenido en el aprendizaje del alfabeto, o bien en algo que es primitivo y absolutamente inadecuado para percibir el misterio de la vida y la vida como misterio.
Podríamos decir, pues, que el riesgo de perder los sentidos se asocia siempre a otro peligro quizá aún más grave, a saber, el perder el sentido del misterio.
Amedeo Cencini
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