Una cosa es hablar mal o reprochar, otra es juzgar, y otra es menospreciar. Reprochar significa decir de alguien que mintió, o se enojó, o cayó en la fornicación, o hizo algo parecido. Ha hablado mal de su hermano, es decir, ha hablado con pasión acerca de los pecados de su hermano. Pero juzgar es decir que el hombre es un mentiroso, un hombre airado, un fornicador. Aquí ha juzgado la disposición misma del alma de ese hombre, ha pronunciado una sentencia sobre toda su vida diciendo que él es tal cosa, y lo ha juzgado como tal; y esto es un pecado grave. (…)
El pecado de juzgar es mucho más grave que cualquier otro pecado; Cristo mismo dijo: «Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y luego verás claramente para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano» (Lc 6, 42), y el pecado del prójimo es como una mota, una astilla; mientras juzgar es como una viga. Tan serio es juzgar, que supera a todos los demás pecados. (…)
¿Por qué no nos juzgamos más bien a nosotros mismos y a nuestros propios pecados, que conocemos tan bien y de los que tenemos que dar respuesta ante Dios? ¿Por qué usurpamos el derecho de Dios a juzgar? (…)
Si tenemos amor verdadero, ese mismo amor cubriría todos los pecados, como lo hicieron los santos cuando vieron las deficiencias de los hombres. ¿Estaban ciegos y no vieron pecados? ¿Y quién aborreció el pecado más que los santos? Pero no odiaron a los pecadores al mismo tiempo, ni los condenaron, ni se apartaron de ellos, sino que sufrieron con ellos, los amonestaron, los consolaron, les dieron remedios como miembros enfermos e hicieron todo lo que pudieron para salvarlos.
San Doroteo de Gaza
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