La verdadera infancia no se halla del lado de acá de los problemas, crisis y dificultades, sino del lado de allá. Así como el cielo no es una prolongación perfeccionada de nuestra vida en la tierra, ni la fe en el cielo es una prolongación de nuestras expectativas terrenas, así tampoco la infancia espiritual es una continuación de la infancia carnal. Tiene que darse una ruptura: una muerte que haga posible la resurrección.
Ingresó en la orden carmelita con el nombre de Teresa del Niño Jesús. Llegaron después tiempos muy aciagos para la joven monja, que tuvo que sufrir mucho a causa de la demencia progresiva de su padre y por otros motivos relacionados con la vida de comunidad. Fue entonces cuando solicitó y obtuvo de sus superiores el permiso de añadir a su nombre un segundo título: Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz (OC 1080). A partir de ahí, el rostro ensangrentado de Cristo, símbolo de todos los dolores, sería su tema predilecto de contemplación. (…)
Hay unas palabras muy significativas de su hermana Paulina en el testimonio que escribió para la causa de su beatificación: «La devoción de la Santa Faz fue la atracción especial de la sierva de Dios. Por muy tierna que fuese su devoción al Niño Jesús, no puede compararse con la que sintió hacia la Santa Faz».
Hacía ya once años que Teresa de Lisieux había dejado de ser niña. Su vida posterior nos demuestra hasta qué punto puede ser arduo y empinado y doloroso el camino de la infancia espiritual: más que un éxodo, fue un viacrucis.
José María Cabodevilla
Hacerse como niños
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La verdadera infancia no se halla del lado de acá de los problemas, crisis y dificultades, sino del lado de allá. Así como el cielo no es una prolongación perfeccionada de nuestra vida en la tierra, ni la fe en el cielo es una prolongación de nuestras expectativas terrenas, así tampoco la infancia espiritual es una continuación de la infancia carnal. Tiene que darse una ruptura: una muerte que haga posible la resurrección.
Ingresó en la orden carmelita con el nombre de Teresa del Niño Jesús. Llegaron después tiempos muy aciagos para la joven monja, que tuvo que sufrir mucho a causa de la demencia progresiva de su padre y por otros motivos relacionados con la vida de comunidad. Fue entonces cuando solicitó y obtuvo de sus superiores el permiso de añadir a su nombre un segundo título: Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz (OC 1080). A partir de ahí, el rostro ensangrentado de Cristo, símbolo de todos los dolores, sería su tema predilecto de contemplación. (…)
Hay unas palabras muy significativas de su hermana Paulina en el testimonio que escribió para la causa de su beatificación: «La devoción de la Santa Faz fue la atracción especial de la sierva de Dios. Por muy tierna que fuese su devoción al Niño Jesús, no puede compararse con la que sintió hacia la Santa Faz».
Hacía ya once años que Teresa de Lisieux había dejado de ser niña. Su vida posterior nos demuestra hasta qué punto puede ser arduo y empinado y doloroso el camino de la infancia espiritual: más que un éxodo, fue un viacrucis.
José María Cabodevilla
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