Orar no consiste, en primer lugar, en hablar con Dios, sino más bien en callar para escuchar a Dios que nos habla y oír al Espíritu Santo que habla en nosotros. Creo que es importante decir que no sabemos ni podemos orar solos: es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. San Pablo afirma: “El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. Y añade: “Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene. Pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu” (Rm 8, 16.26).
No cabe duda de que los hombres deben hablar a Dios; pero la verdadera oración deja a Dios libertad para venir a nosotros según su voluntad. Tenemos que aprender a esperarle en el silencio. Hay que perseverar en el silencio, en el abandono y la confianza. Orar es saber permanecer mucho tiempo callado: ¡cuántas veces estamos sordos, distraídos por nuestras palabras…! Por desgracia no es fácil saber escuchar al Espíritu Santo que ora en nosotros. Cuanto más perseveremos en el silencio, más oportunidades tendremos de escuchar el susurro de Dios. Recordemos que el profeta Elías pasó mucho tiempo oculto en una cueva antes de escuchar el dulce susurro del cielo. Sí, vuelvo a insistir: la oración consiste ante todo en guardar silencio. A veces tendremos que acurrucarnos junto a la Virgen del Silencio para pedirle que nos obtenga la gracia del silencio del amor y de la virginidad interior, es decir, una pureza de corazón y una disponibilidad para la escucha, que destierre toda presencia que no sea la de Dios. El Espíritu Santo se encuentra en nosotros, pero solemos estar llenos de orquestas que tapan su voz.
Yo creo que la oración exige de alguna manera la ausencia de palabras, porque el único lenguaje que escucha Dios de verdad es el silencio del amor. La locuacidad en la oración impide oír a Dios. La contemplación de los santos se alimenta exclusivamente de un cara a cara con Dios en el abandono. Solo hay fecundidad espiritual en un silencio virginal que no esté mezclado con demasiadas palabras y ruido interior. Hay que saber mostrarse desnudo ante Dios, sin afeites. La oración necesita una honradez sin tacha del corazón. La virginidad es la esencia misma del absoluto en que nos mantiene Dios.
Cuando Juan Pablo II rezaba, estaba inmerso en Dios y apresado por una presencia invisible, como una roca totalmente ajena a lo que ocurría a su alrededor. Karol Wojtyla se hallaba siempre arrodillado ante Dios, inmóvil, petrificado y como muerto en el silencio ante la grandeza de su Padre. Sé que el cuerpo no deja nunca de sacarnos fuera de la oración. El hombre también es imaginación, y esta tiene la habilidad de arrastrarnos a largos viajes que nos alejan de Dios. Cuando hay tantos pensamientos que nos alejan de Dios, es importante no olvidar que el Espíritu Santo sigue presente. También los grandes santos han dudado de su propia vida de oración, de tan dura como era a veces su sequedad. Santa Teresita del Niño Jesús se preguntaba incluso si creía en las palabras que recitaba en sus oraciones diarias.
Cardenal Robert Sarah
Dios o nada
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Orar no consiste, en primer lugar, en hablar con Dios, sino más bien en callar para escuchar a Dios que nos habla y oír al Espíritu Santo que habla en nosotros. Creo que es importante decir que no sabemos ni podemos orar solos: es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. San Pablo afirma: “El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. Y añade: “Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene. Pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu” (Rm 8, 16.26).
No cabe duda de que los hombres deben hablar a Dios; pero la verdadera oración deja a Dios libertad para venir a nosotros según su voluntad. Tenemos que aprender a esperarle en el silencio. Hay que perseverar en el silencio, en el abandono y la confianza. Orar es saber permanecer mucho tiempo callado: ¡cuántas veces estamos sordos, distraídos por nuestras palabras…! Por desgracia no es fácil saber escuchar al Espíritu Santo que ora en nosotros. Cuanto más perseveremos en el silencio, más oportunidades tendremos de escuchar el susurro de Dios. Recordemos que el profeta Elías pasó mucho tiempo oculto en una cueva antes de escuchar el dulce susurro del cielo. Sí, vuelvo a insistir: la oración consiste ante todo en guardar silencio. A veces tendremos que acurrucarnos junto a la Virgen del Silencio para pedirle que nos obtenga la gracia del silencio del amor y de la virginidad interior, es decir, una pureza de corazón y una disponibilidad para la escucha, que destierre toda presencia que no sea la de Dios. El Espíritu Santo se encuentra en nosotros, pero solemos estar llenos de orquestas que tapan su voz.
Yo creo que la oración exige de alguna manera la ausencia de palabras, porque el único lenguaje que escucha Dios de verdad es el silencio del amor. La locuacidad en la oración impide oír a Dios. La contemplación de los santos se alimenta exclusivamente de un cara a cara con Dios en el abandono. Solo hay fecundidad espiritual en un silencio virginal que no esté mezclado con demasiadas palabras y ruido interior. Hay que saber mostrarse desnudo ante Dios, sin afeites. La oración necesita una honradez sin tacha del corazón. La virginidad es la esencia misma del absoluto en que nos mantiene Dios.
Cuando Juan Pablo II rezaba, estaba inmerso en Dios y apresado por una presencia invisible, como una roca totalmente ajena a lo que ocurría a su alrededor. Karol Wojtyla se hallaba siempre arrodillado ante Dios, inmóvil, petrificado y como muerto en el silencio ante la grandeza de su Padre. Sé que el cuerpo no deja nunca de sacarnos fuera de la oración. El hombre también es imaginación, y esta tiene la habilidad de arrastrarnos a largos viajes que nos alejan de Dios. Cuando hay tantos pensamientos que nos alejan de Dios, es importante no olvidar que el Espíritu Santo sigue presente. También los grandes santos han dudado de su propia vida de oración, de tan dura como era a veces su sequedad. Santa Teresita del Niño Jesús se preguntaba incluso si creía en las palabras que recitaba en sus oraciones diarias.
Cardenal Robert Sarah
Dios o nada
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