«Por muchos males que sufra el justo,
de todos lo libra el Señor» (Sal 33, 20)
En la vida de Jesús, en su vivir mediante el Padre, se hace presente el sentido intrínseco del mundo, que se nos brinda como amor —de un amor que ama individualmente a cada uno de nosotros— y, por el don incomprensible de este amor, sin caducidad, sin ofuscamiento egoísta, hace la vida digna de vivirse. La fe es, pues, encontrar un «tú» que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana obtiene su linfa vital del hecho de que no sólo existe objetivamente un sentido de la realidad, sino que este sentido está personalizado en Uno que me conoce y me ama, de suerte que puedo confiar en él con la seguridad de un niño que ve resueltos todos sus problemas en el «tú» de su madre.
Todo esto no elimina la reflexión. El creyente vivirá siempre en esa oscuridad, rodeado de la contradicción de la incredulidad, encadenado como en una prisión de la que no es posible huir. Y la indiferencia del mundo, que continúa impertérrito como si nada hubiese sucedido, parece ser sólo una burla de sus esperanzas. ¿Lo eres realmente? A hacernos esta pregunta nos obligan la honradez del pensamiento y la responsabilidad de la razón, y también la ley interna del amor, que quisiera conocer más y más a quien ha dado su «sí», para amarle más y más.
¿Lo eres realmente? Yo creo en ti, Jesús de Nazaret, como sentido del mundo y de mi vida.
Joseph Ratzinger
Introducción al cristianismo
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