Cuando se ha aprendido a dirigir la mirada a la pureza perfecta, sólo la duración limitada de la vida humana impide estar seguro de que, a menos de traición, se alcanzará aquí abajo la perfección. Somos seres finitos y también el mal en nosotros es finito. La pureza que se ofrece a nuestros ojos es infinita. Por poco mal que destruyéramos en cada mirada, sería indudable, si no hubiese límite de tiempo, que repitiendo la operación con la frecuencia suficiente llegaría el día en que todo el mal habría sido destruido. (…)
Una de las verdades capitales del cristianismo, hoy olvidada de todos, es que lo que salva es la mirada. La serpiente de bronce ha sido elevada a fin de que los hombres que yacen mutilados al fondo de la degradación la miren y se salven.
Es en los momentos en que uno se encuentra, como suele decirse, mal dispuesto o incapaz de elevación espiritual que conviene a las cosas sagradas, cuando la mirada dirigida a la pureza perfecta es más eficaz. Pues es entonces cuando el mal, o más bien la mediocridad, aflora a la superficie del alma en las mejores condiciones para ser quemada al contacto con el fuego.
Pero también el acto de mirar es entonces casi imposible. Toda la parte mediocre del alma, temiendo la muerte con un temor más violento que el provocado por la proximidad de la muerte corporal, se revuelve y suscita mentiras para protegerse.
El esfuerzo por no escuchar esas mentiras, aunque no se pueda evitar creer en ellas, el esfuerzo de mirar la pureza, es entonces algo muy violento pero, sin embargo, violencia sobre sí, acto de voluntad. Serían necesarias otras palabras para describirlo, pero el lenguaje carece de ellas.
El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira, por el que se escucha, por el que una novia dice sí. Es un acto de atención y de consentimiento.
Simone Weil
A la espera de Dios, Formas del amor implícito a Dios.
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Cuando se ha aprendido a dirigir la mirada a la pureza perfecta, sólo la duración limitada de la vida humana impide estar seguro de que, a menos de traición, se alcanzará aquí abajo la perfección. Somos seres finitos y también el mal en nosotros es finito. La pureza que se ofrece a nuestros ojos es infinita. Por poco mal que destruyéramos en cada mirada, sería indudable, si no hubiese límite de tiempo, que repitiendo la operación con la frecuencia suficiente llegaría el día en que todo el mal habría sido destruido. (…)
Una de las verdades capitales del cristianismo, hoy olvidada de todos, es que lo que salva es la mirada. La serpiente de bronce ha sido elevada a fin de que los hombres que yacen mutilados al fondo de la degradación la miren y se salven.
Es en los momentos en que uno se encuentra, como suele decirse, mal dispuesto o incapaz de elevación espiritual que conviene a las cosas sagradas, cuando la mirada dirigida a la pureza perfecta es más eficaz. Pues es entonces cuando el mal, o más bien la mediocridad, aflora a la superficie del alma en las mejores condiciones para ser quemada al contacto con el fuego.
Pero también el acto de mirar es entonces casi imposible. Toda la parte mediocre del alma, temiendo la muerte con un temor más violento que el provocado por la proximidad de la muerte corporal, se revuelve y suscita mentiras para protegerse.
El esfuerzo por no escuchar esas mentiras, aunque no se pueda evitar creer en ellas, el esfuerzo de mirar la pureza, es entonces algo muy violento pero, sin embargo, violencia sobre sí, acto de voluntad. Serían necesarias otras palabras para describirlo, pero el lenguaje carece de ellas.
El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira, por el que se escucha, por el que una novia dice sí. Es un acto de atención y de consentimiento.
Simone Weil
A la espera de Dios, Formas del amor implícito a Dios.
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