María se dirigió de manera solícita a casa de Isabel para admirar el gran prodigio de la nueva concepción. María dio crédito a cuanto le había dicho el ángel y acogió admirablemente la concepción como cosa verdadera. Fue a ver a la anciana, ya adentrada en años y también encinta, porque consideró verdaderas las palabras que había oído al ángel.
La joven y la anciana, como hemos dicho, se vieron: la mañana y la noche se encontraron para besarse. María es la mañana y lleva el Sol de justicia; Isabel, en cambio, es la noche que lleva la estrella luminosa. Vino la mañana y saludó a la noche, su compañera, y la noche se conmovió al verse besar por la mañana.
La Virgen muchacha era prudente y humilde, y como madre honró a la anciana cuando ésta la recibió; ahora bien, dado que la estrella no podía acoger al sol, a su aparición se sobresaltó y por la alegría empezó a empujar. La luz de la mañana se encontró con la oscuridad de la noche y la conmovió, y ésta no podía soportar sus rayos. La joven habló y el hijo de la anciana se conmovió y se maravilló, y el Verbo sacudió a la Voz para que se manifestara. El hijo de la Virgen, el anciano de días y el anciano de siglos, entre los levitas, empezó a realizar una nueva obra: ungió con el Espíritu Santo al niño en el seno de su madre y, antes de que naciera, le administró el bautismo en el seno. María pronunció su saludo en el oído de la anciana y el Espíritu Santo penetró en el alma del niño.
Es, en efecto, lo que había anunciado el ángel: «Quedará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre». Y el Hijo de Dios, tomando el Espíritu Santo de sí mismo, se lo dio al heraldo mientras estaba todavía dentro de su madre. El saludo de María hizo allí el ministerio de sacerdote; Isabel, en cambio, fue el recipiente del bautismo.
Santiago de Sarug
Omelia sull’annunciazione
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