He aquí al mas grande: es un niño. Todavia no empaña ninguna mentira la inocencia de su mirada, no frena ningún cálculo Ia inocencia de su corazón. Se ofrece, se confía, tiene necesidad: dame la mano, tómame en brazos. Es pequeño, es el símbolo de todos los «pequeños» según el Evangelio, de los últimos que cuentan, que tienen voz en el capítulo, que determinan algo.
Sin embargo, es este pequeño, este último, el que define al primero y al más grande: «EI que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». El último es el siervo: frente a las invitaciones halagadoras, a las promesas seductoras de programas de vida que garantizan un camino sobre un lecho de rosas, el sabor amargo de las palabras que no querríamos oír, que desmienten todos los arribismos humanos e invierten los sistemas normales de la convivencia, nos indican el único camino del discípulo.
Es la cruz, es verdad. Es decir, es el amor, siempre. Es el servicio, que significa responder a la necesidad ajena con una entrega continua que dispensa todas las energías sin cálculo, sin esperar recompensa, por puro amor. Es acoger a todos, sin excluir a nadie, pero invirtiendo el criterio de elección y de predilección, que se dirige de una manera instintiva hacia quienes ya poseen, a los que ya cuentan, a los que son agradables, simpáticos y amables.
La elección del pobre multiplica el amor en proporción a la necesidad y lo dilata de una manera desmesurada como manto cálido para cubrir el frío de todas las indigencias, de las penas, de las insuficiencias, de las peticiones que no tienen voz. Un manto que cubre los miembros del pobre, del último, del siervo, porque «el que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge».
Adelaide Anzani Colombo
Per fede, per amore. Commento ai Vangeli delle domeniche
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