«¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que parecen sepulcros blanqueados: hermosos por fuera, pero por dentro llenos de huesos de muertos y de podredumbre!» (Mt 23, 27)
Lo que la Escritura reprocha es la inconsistencia o lo que se llama más solemnemente hipocresía de ser bello por fuera y horrible por dentro, de ser religioso en apariencia, no de verdad. Es una ofensa no ser religioso y es una segunda ofensa pretender ser religioso. «¡Insensatos –dice nuestro Señor- el que hizo el exterior, ¿no hizo también el interior?» (Lc 11,40). Tal cual sea un hombre externamente, así debe ser interiormente. «¿Cómo podéis vosotros hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas» (Mt 12, 34-35). La luz de la verdad divina, cuando está en el corazón, debe brillar exteriormente, y cuando un hombre es oscuro dentro está bien que deba mostrar exteriormente lo que es. Tal como un hombre es dentro, así debe ser su exterior.
Bien, pero ¿no véis que tal doctrina condena no sólo a aquellos que tienen que ver con una religión exterior sin la interior, sino también a aquellos que tienen que ver con la religión interior sin la exterior? Pues si es una inconsistencia pretender la religión externamente mientras se la rechaza internamente, es también inconsistente, ciertamente, ser negligente externamente mientras se pretende ser religioso internamente. Es ciertamente errado creer y no profesar la fe, errado poner nuestra luz debajo del celemín. San Pablo lo dice expresamente: «Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor y crees en su corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvado» (Rom 10,9). Creer no es suficiente, debemos confesar la fe. Y no solo con la boca sino con las palabras y los hechos, hablando y callando, haciendo y no haciendo, caminando y conversando, acompañado y solo, a tiempo y en el lugar, cuando trabajamos y cuando descansamos, cuando nos acostamos y cuando nos levantamos, en la juventud y en la vejez, en la vida y en la muerte, y, de igual modo, en el mundo y en la Iglesia.
Ahora bien, adornar el culto de Dios nuestro Salvador, hacer visible la belleza de la santidad, traer ofrendas al santuario, ser observador de lo arquitectónico y reverente en las ceremonias, todo esta religión externa es una suerte de profesión y confesión de fe; no es nada más que lo natural, lo consistente, en aquellos que están cultivando dentro la vida religiosa. Es más impropio y más ofensivo en aquellos que no son religiosos, pero más propio y necesario en aquellos que lo son.
Las personas que ponen a un lado la gravedad y el atractivo del culto de Dios, para poder orar más espiritualmente, olvidan que Dios es el creador de todas las cosas, tanto las visibles como las invisibles, que es el Señor de nuestros cuerpos así como de nuestras almas, que debe ser adorado en público así como en secreto. El creador de este mundo no es otro que el Padre de nuestro Señor Jesucristo, no hay dos dioses, uno de la materia y otro del espíritu, uno de la Ley y otro del Evangelio. Hay un solo Dios y es el Señor de todo lo que somos y de todo lo que tenemos, y por eso, todo lo que hacemos debe estar impreso con Su sello y firma.
Debemos comenzar, sin duda, con el corazón, pues del corazón procede todo bien y todo mal, pero si bien comenzamos con el corazón, no debemos terminar con el corazón. No debemos renunciar a este mundo visible como si viniera del lado malo. Es nuestro deber cambiarlo en el reino de los cielos. Debemos manifestar el reino de lo cielos sobre la tierra. La luz de la verdad divina debe proceder de nuestros corazones y brillar sobre cada cosa que somos y cada cosa que hacemos. Debe hacer cautivo de Cristo al hombre total, alma y cuerpo. Aquellos que someten su voluntad a Cristo postran sus cuerpos, los que ofrecen su corazón hincan sus rodillas, los que tienen fe en su nombre inclinan su cabeza, los que honran Su cruz interiormente no se avergüenzan delante de los hombres. Los que gozan con sus hermanos en la salvación común y desean rendir culto unidos, construyen un lugar para dar culto en él y lo construyen como la expresión de sus sentimientos, de su mutuo amor, de su común reverencia. Construyen un edificio que, por así decir, hablará, profesará y confesará a Cristo su Salvador, que dará testimonio de Su muerte y resurrección a primera vista, que recordará a todos los que entren que estamos salvados por Su cruz y debemos llevar nuestra cruz detrás suyo. Construirán algo que puede contar sus pensamientos más profundos y sagrados, que no se atreven a pronunciar con palabras, no un edificio deforme ni sórdido, sino una morada noble, un palacio interiormente glorioso, no adecuado para la majestad de Dios, por cierto, que aún los cielos de los cielos no pueden contener, pero adecuado para expresar los sentimientos de sus constructores, un monumento que puede permanecer y, como si dijéramos, predicar a todo el mundo mientras el mundo dure, que puede mostrar cuánto desean alabar, bendecir y glorificar a su eterno benefactor, cuánto desean llevar a otros a alabarle. Un templo que pueda gritar a todos los que pasan por allí: «¡Exaltad al Señor nuestro Dios, postraos ante el estrado de sus pies, porque El es santo! ¡Exaltad a nuestro Dios, postraos ante su monte santo, porque el Señor nuestro Dios es santo!» (Sal 99, 5,9).
Este es el estado real de la cuestión, y cuando nuestro Señor censuró a los fariseos como hipócritas, no fue por atender el exterior de la copa sino por no atender también el interior de la misma.
San John Henry Newman
Sermones parroquiales 6, 21, Ofrendas para el santuario.
Comentario y traducción del P. Fernando M. Cavaller
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