— Señor, ¿qué has hecho?, ¿cómo hizo tu Palabra para franquear mis labios?
—Obedecí; haced lo mismo. Debéis comer mi Cuerpo y beber mi Sangre entrando así en la suprema Pobreza del Holocausto eterno que soy Yo mismo. La carne de nada sirve.
—Nuestra carne, Señor… ¿pero la Tuya?
—Mi Carne es sacramento del Espíritu. Mi Carne no es sino velo translúcido cubriendo los Abismos de un Verbo que lo colma todo y es injurioso pretender comprenderlo por vuestra carne. Acceden a mi Carne por vuestro espíritu, como por vuestra inmolación os asimilaréis a la Mía. Por la expropiación de vosotros mismos os incorporaréis a la Hostia Viva de mi Humanidad.
—Señor: despójame de mí mismo y tal como tu humanidad subsiste en el Verbo que es tu Yo, haz que yo mismo viva en Ti, por Ti y para Ti; pendiendo de Ti como de mi verdadero Yo, librado así de mi yo egoísta y carnal.
—Es eso lo que desde siempre te propongo. He dicho por tus labios: Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre. ¿No soy acaso Yo el Sacerdote en ti, el solo Sacerdote y la única Oblación? ¿No habéis comprendido aún que vuestro sacerdocio consiste en NO SER MÁS VOSOTROS MISMOS, sino dejarme a Mí decir YO por vuestros labios, por vuestro corazón, por vuestra vida?
—Dios mío, ¿es eso? ¡Oh!, haz, Señor, que me separe de mí, que te deje todo el lugar y que sea el vitral a través de cuya diáfana pureza pueda transparentarse el rostro Tuyo. He aquí mi cuerpo a cambio del Tuyo, he aquí mi sangre, para que ambos sean entre Tus Manos una Hostia viva donde mis hermanos perciban la luz de tu Rostro y presientan las palpitaciones de tu Corazón.
Maurice Zundel
El Poema de la santa Liturgia, p. 183
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