No amamos a alguien porque sea único, sino que, al contrario, llega a ser único porque lo amamos. Es el amor el que nos eleva a la existencia irreemplazable e inmortal. Es «fuerte como la muerte», porque nos libera como ella del tiempo y de las apariencias.
Antes de amar y ser amados, no tenemos existencia verdadera: no somos más que una nebulosa de posibilidades confusas y casi anónimas. El amor nos entresaca de la masa informe y común, del vano torbellino de átomos intercambiables. El amor crea primero dos soledades y luego las une.
Todos los bloques de mármol son más o menos lo mismo, pero cuando Miguel Ángel escoge uno, aunque sea al azar, para esculpir su sueño, a partir de ese instante todo azar queda superado y la forma de la estatua responde a una idea única de Dios eterno. Y la materia y la forma de la obra quedan unidades e inseparables para siempre.
El milagro del amor consiste precisamente en cambiar los elementos que otorga por el azar en dones de la Providencia, revelándonos, a través de las pruebas que van destruyendo todo lo mortal que hay en nosotros, el fulgor divino de un amor irreductible a todos los comunes denominadores de la materia y del tiempo. ¿Cómo llegaríamos a descubrir la inmortalidad escondida en nosotros si no gustáramos el sabor de la muerte?
Gustave Thibon
Una mirada ciega ante la luz
Foto: © Steve Liptrot
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