El Espíritu no sólo fue dado una vez. Es una promesa continua, una promesa eterna —una promesa que está siempre consumada y siempre está siendo consumada, porque el Espíritu es infinito e ilimitado y nunca puede ser contenido plenamente.
El Espíritu es la promesa suprema del Padre. Una promesa que es don puro. Nadie está obligado a hacer una promesa. Una vez que una promesa ha sido hecha, sin embargo, uno queda atado. Cuando Dios se obliga a Sí mismo, es con absoluta libertad, absoluta fidelidad. El Espíritu como promesa es un don, no una posesión, es una promesa que ha sido comunicada; así pues, nunca se retractará, ya que Dios es infinitamente fiel a sus promesas. (…) El Espíritu divino es todo don, pero no accederá a una actitud posesiva. Él es todo nuestro a medida que lo dejemos ir. (…)
El Espíritu de Dios, la promesa del Padre, reúne en Sí mismo todas las promesas de Cristo. Porque todas apuntan a Él. La Encarnación es una promesa, la Pasión y Muerte de Jesús son promesas. Su Resurrección y Ascensión son cada una, promesa. Pentecostés, la efusión del Espíritu, es en sí mismo una promesa. Todas son promesas y súplicas del Divino Espíritu, presente y para ser recibido en cada momento. El es la última, la más grande y completa de todas las promesas de Dios, el sumario viviente de todas ellas. La fe en Él es la fe en toda la Revelación. La apertura y el abandono a Su guía son la continuación de la revelación de Dios en nosotros y a través de nosotros. Es estar involucrados en la redención del mundo y en la divinización del cosmos. Conocer que Cristo es todo en todo y conocer Su Espíritu, la promesa viviente del Padre—esta es la gracia de Pentecostés.
Entre Dios y nosotros, dos extremos se encuentran: Él que es el todo, y nosotros que nada somos al fin. Es el Espíritu quien nos hace uno con Dios y en Dios, precisamente como la Palabra está con Dios y es Dios—la Palabra por naturaleza, nosotros por participación y comunicación. Jesús oró por esta unidad en la Última Cena. Muchas de Sus palabras en esa ocasión, encontraron su consumación y pleno significado en la efusión del Espíritu en nuestras mentes y corazones. Jesús dijo: «La gloria que tú me has dado a Mí, Yo se las he dado a ellos; que ellos sean uno, como Nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser perfectamente uno…» (Juan 17, 22-23)
El Espíritu es el Don de Dios emanando en la Trinidad desde el corazón común del Padre y el Hijo. Él es el desbordamiento de la vida divina dentro de la sagrada humanidad de Jesús, y así, dentro del resto de nosotros, Sus miembros. «¡El que tenga sed, venga a mí; el que cree en mi, que beba! Como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva» (Juan 7, 37-38). Juan nos dice que Jesús estaba hablando del Espíritu cuando pronunció esas palabras. El Espíritu es el caudal de agua viva que brota en aquellos que creen. Es el mismo Espíritu que ocasiona que nuestros corazones se regocijen por la confianza en Dios como Padre que él inspira. Abá, la palabra que espontáneamente brota en nosotros, resume nuestra intimidad con Dios. Nosotros somos penetrados por Dios, y profundizados dentro de Dios, a través del Espíritu misterioso, todo envolvente, todo absorbente, todo incluyente.
Jesús en su oración sacerdotal por sus discípulos rezaba: «Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17, 21) Es el Espíritu quien origina que seamos uno con el Cuerpo de Cristo. Todos hemos recibido el mismo Espíritu vivificándonos y ocasionando que estemos en Cristo, en el Padre en el Espíritu.
Nosotros estamos en Dios, y Dios está en nosotros, y la fuerza unificadora es el Espíritu. Vivir en el Espíritu es la realización de cada ley y mandamiento, la suma de cada deber hacia los demás, y el gozo de la unidad con todo lo que existe.
Thomas Keating
El misterio de Cristo
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