Pascua San Juan Pablo II

«Conocer» al Padre

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3)

En la hora dramática en que se prepara para afrontar la muerte, Jesús concluye su gran discurso de despedida (cf. Jn 13 ss) dirigiendo una estupenda oración al Padre. Esta puede considerarse un testamento espiritual, con el que Jesús pone en las manos del Padre el mandato recibido: dar a conocer su amor al mundo, a través del don de la vida eterna (cf. Jn 17, 2). La vida que él ofrece se explica significativamente como un don de conocimiento: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado» (Jn 17, 3).

El conocimiento, en el lenguaje bíblico del Antiguo y del Nuevo Testamento, no se refiere sólo a la esfera intelectual; implica normalmente una experiencia vital que compromete a la persona humana en su totalidad y, por tanto, también en su capacidad de amar. Se trata de un conocimiento que permite «encontrar» a Dios, situándose en el proceso que la tradición teológica oriental llama «divinización», y que se realiza por la acción interior y transformadora del Espíritu de Dios (cf. san Gregorio de Nisa). (…)

Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12, 44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s). Con esta condición es posible conocer al Padre y llegar a adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Este conocimiento vivo es inseparable del amor. Lo comunica Jesús, como dijo en su oración sacerdotal: «Padre justo, (…) yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 25-26).

«Cuando oramos al Padre estamos en comunión con él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2781). Conocer al Padre significa, pues, encontrar en él la fuente de nuestro ser y de nuestra unidad, en cuanto miembros de una única familia; pero también significa estar sumergidos en una vida «sobrenatural», la vida misma de Dios.

San Juan Pablo II
Audiencia General 17.03.1999

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