«Misericordia quiero y no sacrificio», es decir, yo no quiero lo que vosotros me dais, sino lo que yo os doy. Por ello, cuando el hombre, llegado a un grado más alto de la religión, en la verdadera oración ofrece a Dios el supremo sacrificio espiritual, el sacrificio de su voluntad, y une su voluntad a la voluntad de Dios diciendo: «Hágase tu voluntad», por eso mismo asume las palabras divinas para su obrar: misericordia quiero y no sacrificio; es decir, quiero no tomar al prójimo, sino darle, no vivir a costa de otros, sino que otro viva a mi costa. Y, en la fuerza de la unión de la voluntad humana con la divina, la expresión de la omniclemente voluntad divina se convierte en ley de la voluntad humana: misericordia quiero y no sacrificio. Por otra parte, si Dios puede aceptar el sacrificio de la voluntad humana, no es nunca por el sacrificio mismo, ni para absorber esta voluntad, sino para unir esta voluntad con la suya y hace de ella un portador libre de su gracia y bondad. Pero el hombre unido moralmente a Dos debe comportarse con los hombres a la manera de Dios; debe comportarse con los otros, como Dios se comporta con Él.
Gratuitamente habéis recibido, gratuitamente dad; da al próximo más de lo que se merece, compórtate con el próximo mejor de lo que es digno. Da a aquel que no debes y no exijas de quien es deudor. Como se comportan con nosotros las potencias celestes, del mismo modo debemos comportarnos entre nosotros. (…)
Según el concepto de justicia, entre yo y los demás debe existir igualdad, yo debo tratar a los demás como me trato a mí mismo; pero mi actitud hacia mí mismo es clara: yo me amo inevitable e invariablemente («nadie aborrece su propia carne, sino que la alimenta y la cuida»). Y así la justicia exige que yo, amándome , ame también a los demás como a mi mismo; yo me amo en cualquier caso y a pesar de todo, por lo tanto, debo amar también a los demás en cualquier caso y a pesar de todo; en consecuencia, debo a amar también a mis enemigos. Pero el amor como sentimiento no puede ser obligatorio; no se puede exigir u obligar a sentir el amor cuando yo no lo siento. El interior cumplimiento del amor es obra de la gracia, cuyo crecimiento en nosotros no depende directamente de nuestra buena voluntad. La ley moral nos obliga no al sentimiento del amor, sino a las obras del amor. Según la justicia, estoy directamente obligado a hacer el bien a los demás igual que yo lo quiero para mí mismo. Pero para mí yo quiero (y lo hago en la medida de lo posible) todo el bien sin fin. Y así debo hacer todo bien a cada uno de mi prójimo, dar a cada uno lo que puedo y que él necesita.
De este modo, la idea de justicia nos lleva al precepto de la misericordia que supera la justicia ordinaria. Da a quien pide y no rechaces a aquel que pide algo en préstamo. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente. Da a tu prójimo más de lo que merece y compórtate con él mejor de lo que sea digno. Porque tú mismo tomas más de lo que mereces y actúas contigo mejor de lo que eres digno.
Dar a aquel que pide sin preguntarle si tiene derecho a recibir algo significa actuar según Dios, porque la fuerza divina cuando viene en nuestra ayuda y nos salva, no pide si tenemos derecho a la ayuda y a la salvación. Como Dios se comporta respecto a nuestra oración, así debemos comportarnos respecto a la petición de aquel que tiene necesidad: la verdadera limosna es hacer a los demás partícipes de esa gracia que nosotros mismos obtenemos de Dios en la verdadera oración.
Vladimir Soloviev
Los fundamentos espirituales de la vida, Cap. 2.
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