Lo que Juan anunciaba, lo que esperaba, era la explosión de la ira de Dios: cribará, segará, destruirá a sus enemigos con una palabra de su boca, afirmará su omnipotencia de una manera definitiva. Y es precisamente lo que no sucederá, lo que decepcionará no sólo al Precursor, sino a los discípulos, a los apóstoles, incluso a los más íntimos de Jesús. Ese día de ira no explotará. La omnipotencia de Dios se manifestará, finalmente, en la derrota, en la humillación, en la soledad, en la noche, en las tinieblas, en el grito del Gólgota: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Juan, que pertenece a la antigua economía, no podía concebir que la omnipotencia de Dios fuera la del amor, ni que el amor pudiera ser vencido si no encuentra la respuesta libre, que es la única que puede fijarlo en nosotros y convertirlo en la misma fuente de nuestra vida.
Este Evangelio, haciéndonos sensibles a la angustia del Precursor y haciéndonos escuchar la respuesta de Jesús, nos hace evidente la distancia infinita que existe entre las concepciones de antes y las que brotan de la encarnación, en las que Dios instila en cada hombre un corazón de hombre y en las que nos enseña que la suprema grandeza es el despojo supremo. ¿Es Dios un poder, un poder que lo sabe todo, un poder que lo exige todo, al que estamos irresistiblemente sometidos, o bien es amor, amor entregado, amor ofrecido, amor que puede ser rehusado, amor que acepta ser rechazado hasta la muerte en la cruz?
Aquí reside toda la cuestión, y se diría que los cristianos todavía no habían comprendido que nos encontramos en una encrucijada, que es preciso tomar una postura: o bien Dios es un soberano que puede aplastarnos, o bien es un amor que nos libera, que nos conduce a la grandeza a través del despojo de nosotros mismos, porque él se entrega, se comunica, se vacía de sí mismo eternamente. Debemos aprender cada día esta lección tan difícil de la grandeza y de la dignidad: creer que el último puesto es el de Dios y que no es posible alcanzarlo más que arrodillándonos para lavar los pies»
Maurice Zundel
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