«Siervos inútiles somos» (Lc 17,10)
Yo que en un principio era un rústico, desterrado e indocto, que no sé prever para el futuro, pero sé muy cierto que, antes de ser humillado yo era como una piedra que yace en profundo lodo; y vino quien es poderoso y en su misericordia me tomó y verdaderamente me levantó y me puso en lo alto de un muro. Y por eso debía exclamar fuertemente, para retribuir algo al Señor por tantos beneficios, ahora y para siempre, que la mente de los hombres no puede estimar.
Por tanto admirad, grandes y pequeños que teméis al Señor, y vosotros, oradores ingeniosos, oíd por tanto y examinad. ¿Quién me eligió a mí, un necio, de entre aquellos que parecen ser sabios y expertos en leyes, poderosos en la palabra y en todo asunto? ¿Y quién me inspiró a mí más que a otros –yo que soy detestable en este mundo– para que, con miedo y reverencia, sin quejas, sea útil al pueblo al cual la caridad de Cristo me llevó? Y a él me entrego en mi propia vida, si yo soy digno, para servirlos en la humildad y la verdad.
Así, en la medida de mi fe en la Trinidad, me conviene distinguir y dar a conocer el don de Dios y su «consolación eterna». Sin temor y con confianza difundir en todas partes el nombre de Dios, con en fin de que después de mi muerte, deje una herencia a mis hermanos y a mis hijos, a tantos miles de hombres a quienes yo bauticé en el Señor.
San Patricio
Confesión § 12-14, SC 249
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