Tenemos un gran número de buenos amigos por quienes sentimos sincero afecto y también ellos nos quieren mucho. No obstante, son muy pocos los que de verdad consuenan conmigo, aquellos en cuyas palabras advierta yo el sondeo de las profundidades, los que también experimentan el estremecimiento del misterio y conozcan la gran admiración que les produce lo que ven, todo lo que hay en ellos, y viven en espera de todos los milagros. Los demás, al igual que la mayor parte de los hombres, se sienten satisfechos con una existencia superficial y tranquila. Cada vez me causa mayor estupefacción comprobar que casi todos los hombres viven con todo sosiego, sin asombrarse en absoluto por nada, en su bien cebado rostro una sonrisa bonachona y consciente de sí misma, sin pensar jamás por asomo que estamos rodeados de abismos. Cuando me hallo en presencia de semejante individuo, o me siento perfectamente estúpido o perfectamente desgraciado; no le comprendo (¡en caso de que haya algo que comprender en un animal de rebaño así!) y él no me comprende a mí; no nos entendemos; las palabras que decimos no tienen el mismo significado para ambos; él lo ve todo normal, sin enigma o escalofriante misterio; yo, en cambio, lo veo todo con desconcierto, buceo en las profundidades, empujo mi espíritu hacia las cumbres más altas. Su mente se arrastra por el lodo, quienquiera que no obre como él es un extravagante, al que hay que menospreciar, al que con frecuencia odia. Y a mí me gusta precisamente con verdadera pasión todo lo que ese tendero encuentra exagerado, advirtiendo que un rey, un pintor, un teniente, un sacerdote, un conductor de tranvía, un actor pueden ser tenderos espirituales y lo más triste es que casi todos ellos lo son. Lo que no cabe en los cajoncitos de su tienda o no halla en ellos su lugar propio es inadmisible y concita su sarcasmo.
Con cuanta frecuencia he oído decir, incluso a los llamados intelectuales, que san Francisco fue un necio, un fanático, y que hubiera hecho mejor continuando el negocio de su padre que merodeando por el país y mendigar, Rembrandt es un fracasado, pues nunca logró hacerse rico y en dos ocasiones tuvo que pasar la vergüenza de ser declarado en quiebra. Verlaine… bueno, nuestro hombre no ha oído hablar nunca de Verlaine, pero de seguro que se trata también, según él, de uno de esos genios desconocidos que no fue capaz nunca de ganarse la vida. Nuestro hombre dice lleno de rencor: ¿Por qué singularizarse de esa manera? ¿Por qué no vivir como nosotros tranquilamente, tranquilamente? ¿Por qué no obrar como yo y como cada hijo de vecino, por qué no pensar como todo el mundo? La vida es una ocupación sosegada, un asunto perfectamente normal. Dios mío ¡cómo aborrezco el espíritu de semejantes individuos! El amor, la belleza, la religión, todo lo más excelso y glorioso que posee la humanidad es extravagancia, exageración. ¡Bah, qué gentuza! ¡Oh, comprendo muy bien lo que mi madre habrá tenido que sufrir entre esta sofocante pusilanimidad, entre esta trivial interpretación de la vida!
Pieter van der Meer de Walcheren
Nostalgia de Dios, 20 de marzo.
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