Pero con todo… Cristo se retiraba con frecuencia al Monte. Antes de comenzar su ministerio se escapó 40 días al desierto.
Cristo tenía claro el plan divino, y no realizó sino una parte; quería salvar a todos los hombres y sin embargo, no vivió entre ellos sino tres años. Quería ardientemente la salvación de todos sus contemporáneos, pero no evangelizó sino una pequeña porción de judíos. Y cuando lo apremiaban decía: Mi hora aún no ha llegado.
Cristo no podía sufrir ningún detrimento espiritual por su acción, ya que su unión al Padre era completa y continua. Cristo no tenía necesidad de reflexionar para cumplir la voluntad del Padre: conocía todo el plan de Dios, el conjunto y cada uno de sus detalles.
Y sin embargo se retiraba a orar. Él quería dar al Padre un homenaje puro de todo su tiempo, ocuparse de Él solo, para alabarle a Él solo y devolverle todo. Quería delante de su Padre, en el silencio de la soledad reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería en su vida de hombre afirmar el derecho soberano de la divinidad; Él quería como cabeza de la humanidad unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que quería salvar.
Cristo que rectifica toda la actividad humana no se dejó arrastrar por la acción. Él, que tenía como nadie el deseo ardiente de la salud de sus hermanos, se recogía y oraba.
¡Yo!
Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser partes del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.
Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control y tanto mayor mientras somos más generosos. ¿Cuántas veces queremos abrazar demasiado, más de lo que puedan abrazar nuestros brazos? ¡Hay que reducir aún las ambiciones apostólicas, para hacer bien lo que se hace! Lo demás ha de expresarse en oraciones, pero su ejecución hay que dejarla a Dios y a los otros.
Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad hasta en los detalles al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo se puede obtener en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.
En esta contemplación aprenderemos a no tener más regla de nuestro querer que el querer divino. Si nuestros planes sobrepasan el querer divino, consolémonos, hombres de corta visión, agradezcamos a Dios de habernos asociado a su obra en el sector de la humanidad que a cada uno nos muestra, pequeño para algunos, amplio para otros. Al querer ensancharlo a nuestro gusto y no al gusto divino no haríamos más que fracasar. Después de todo, nuestra actividad, ¿No nos une enteramente a la oración divina que salva al mundo? Al desear con todo nuestro deseo lo que Dios quiere, nos asociamos a todo lo que Él hace en la humanidad y lo realizamos en Él.
San Alberto Hurtado
Fiesta 18 de Agosto
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