Dígnate, Señor, venir a mi tumba y lavarme con tus lágrimas: en mis ojos áridos no tengo tantas para lavar mis culpas.
Si lloras por mí, me salvaré. Si soy digno de tus lágrimas, desaparecerá el hedor de mis pecados.
Si merezco que llores un momento por mí, me llamarás de la tumba de este cuerpo y dirás: «Ven afuera», para que mis pensamientos no queden encerrados en el estrecho espacio de esta carne, sino que salgan al encuentro de Cristo para vivir en la luz; para que no piense en las obras de las tinieblas, sino en las del día: el que piensa en el pecado trata de encerrarse en sí mismo.
Señor, llama a tu siervo que salga afuera: a pesar de las ataduras de mis pecados que me oprimen, con los pies vendados y las manos atadas, y aunque esté sepultado en mis pensamientos y obras muertas, a tu grito saldré libre y me convertiré en un comensal de tu banquete. Tu casa se inundará de perfume si conservas lo que te has dignado redimir.
San Ambrosio
La penitencia, II, 71.
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