1. Un día rogaba [Gertrudis] por unos que habían causado daños al monasterio con sus robos y seguían causando muchos males. Se le muestra entonces el Señor con bondad y misericordia, con un brazo dolorido y torcido hacia atrás como si se le hubieran entumecido los nervios.
Le dice el Señor: «Considera qué dolor me causaría quien me diera puñetazos en este brazo. Pues piensa que me producen el mismo dolor quienes no tienen compasión del daño en que pueden incurrir las almas de los que corrompen a mis amigos. Proclaman muchas veces sus defectos y las injurias que han recibido de ellos, sin tener en cuenta que también ellos son miembros míos. Todos los que movidos por devota compasión imploran mi clemencia para que los convierta con mi misericordia de sus errores a una vida mejor, ungen mi brazo con ciertos ungüentos suavísimos. Los que con sus consejos y exhortaciones los inducen con bondad a la enmienda y reconciliación, son como sabios médicos que tratando mi brazo con suavidad lo devuelven a su debido lugar».
2. Mientras admiraba ella la admirable benignidad del Señor le dice: «¿Por qué razón, benignísimo Dios, puede llamarse brazo tuyo a gente tan indigna?».
El Señor: «Porque pertenecen al cuerpo de la Iglesia de la que yo me glorío ser la cabeza».
Ella: «Señor mío, ¡si ya, ¡oh dolor!, han sido separados por decreto del cuerpo de la Iglesia, pues han sido excomulgados públicamente por las vejaciones que han infringido a nuestro monasterio!».
Le responde el Señor: «Sin embargo, aún pueden reconciliarse por la absolución de la Iglesia. Obligado por mi propia compasión y solícito de su salvación, anhelo con indescriptible deseo que se conviertan a mí por la penitencia».
Entonces rogó ella que el Señor se dignara guardar a la comunidad con su paternal protección de las vejaciones de ellos.
El Señor: «Si os humilláis bajo mi mano poderosa (1Pe 5,6), y reconocéis en vuestros corazones ante mí, que merecéis ser castigadas como reclaman vuestras negligencias, os conservaré ilesas con mi paternal misericordia de toda incursión de los enemigos. Pero si por soberbia os levantáis enfurecidas contra los que os dañan, con deseos e imprecaciones de devolverles mal por mal, mi justicia, por permisión de mi justo juicio, prevalecerá en ellos contra vosotras, y os molestarán con mayores daños».
Santa Gertrudis de Helfta
El Mensajero de la ternura divina, Libro III, Cap. LXVII
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1. Un día rogaba [Gertrudis] por unos que habían causado daños al monasterio con sus robos y seguían causando muchos males. Se le muestra entonces el Señor con bondad y misericordia, con un brazo dolorido y torcido hacia atrás como si se le hubieran entumecido los nervios.
Le dice el Señor: «Considera qué dolor me causaría quien me diera puñetazos en este brazo. Pues piensa que me producen el mismo dolor quienes no tienen compasión del daño en que pueden incurrir las almas de los que corrompen a mis amigos. Proclaman muchas veces sus defectos y las injurias que han recibido de ellos, sin tener en cuenta que también ellos son miembros míos. Todos los que movidos por devota compasión imploran mi clemencia para que los convierta con mi misericordia de sus errores a una vida mejor, ungen mi brazo con ciertos ungüentos suavísimos. Los que con sus consejos y exhortaciones los inducen con bondad a la enmienda y reconciliación, son como sabios médicos que tratando mi brazo con suavidad lo devuelven a su debido lugar».
2. Mientras admiraba ella la admirable benignidad del Señor le dice: «¿Por qué razón, benignísimo Dios, puede llamarse brazo tuyo a gente tan indigna?».
El Señor: «Porque pertenecen al cuerpo de la Iglesia de la que yo me glorío ser la cabeza».
Ella: «Señor mío, ¡si ya, ¡oh dolor!, han sido separados por decreto del cuerpo de la Iglesia, pues han sido excomulgados públicamente por las vejaciones que han infringido a nuestro monasterio!».
Le responde el Señor: «Sin embargo, aún pueden reconciliarse por la absolución de la Iglesia. Obligado por mi propia compasión y solícito de su salvación, anhelo con indescriptible deseo que se conviertan a mí por la penitencia».
Entonces rogó ella que el Señor se dignara guardar a la comunidad con su paternal protección de las vejaciones de ellos.
El Señor: «Si os humilláis bajo mi mano poderosa (1Pe 5,6), y reconocéis en vuestros corazones ante mí, que merecéis ser castigadas como reclaman vuestras negligencias, os conservaré ilesas con mi paternal misericordia de toda incursión de los enemigos. Pero si por soberbia os levantáis enfurecidas contra los que os dañan, con deseos e imprecaciones de devolverles mal por mal, mi justicia, por permisión de mi justo juicio, prevalecerá en ellos contra vosotras, y os molestarán con mayores daños».
Santa Gertrudis de Helfta
El Mensajero de la ternura divina, Libro III, Cap. LXVII
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