«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Cómo no experimentar en el espíritu una profunda vibración pensando que, al pronunciar ese «vosotros», Cristo quería referirse también a cada uno de nosotros y se entregaba a Sí mismo a la muerte por cada uno de nosotros:
¿Y cómo no sentirnos íntimamente conmovidos, pensando que esa «ofrenda del propio cuerpo» por nosotros no es un hecho lejano, consignado en las páginas frías de la crónica histórica, sino un acontecimiento que revive también ahora, aunque de modo incruento, en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, colocados en la mesa del altar? Cristo vuelve a ofrecer, ahora, por nosotros su Cuerpo y su sangre, para que sobre la miseria de nuestra realidad de pecadores se vuelque una vez más la ola purificadora de la misericordia divina, y en la fragilidad de nuestra carne mortal sea echado el germen de la vida inmortal.
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Aclamación antes del Evangelio). ¿Quien no desea vivir eternamente? ¿Acaso no es ésta la aspiración más profunda que late en el corazón de cada ser humano?
Quien se alimenta de ese pan divino, además de encontrar la fuerza para derrotar en sí mismo las sugestiones del mal a lo largo del camino de la vida, recibirá con él también la prenda de la victoria definitiva sobre la muerte —«el último enemigo destruido será la muerte» como dice el Apóstol Pablo (1 Cor 15, 26)—, de tal manera que Dios pueda ser «todo en todos» (ib., v. 28).
«He aquí el pan de los ángeles, / pan de los peregrinos, / verdadero pan de los hijos.»
He aquí: el pan que el hombre gana con el propio trabajo, pan sin el cual el hombre no puede vivir ni mantenerse con fuerzas, he aquí que este pan se ha convertido en testimonio vivo y real de la presencia amorosa de Dios que nos salva. En este Pan el Omnipotente, el Eterno, el tres veces Santo, se ha hecho cercano a nosotros, se ha convertido en el «Dios con nosotros», el Emmanuel. Comiendo de este Pan, cada uno puede tener la prenda de la vida inmortal.
Nuestro deseo, más aún, la oración apasionada, es que en los corazones de todos los que nos encontremos pueda florecer el sentimiento maravillosamente expresado en la secuencia de la liturgia de hoy:
«Buen Pastor, pan verdadero, / oh Jesús, ten piedad de nosotros: / nútrenos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos / en la tierra de los vivientes.
Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / llévanos a tus hermanos / a la mesa del cielo / en la gloria de tus santos». Amén.
San Juan Pablo II
Homilía Corpus Christi
Jueves 02 de junio del 1983
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«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Cómo no experimentar en el espíritu una profunda vibración pensando que, al pronunciar ese «vosotros», Cristo quería referirse también a cada uno de nosotros y se entregaba a Sí mismo a la muerte por cada uno de nosotros:
¿Y cómo no sentirnos íntimamente conmovidos, pensando que esa «ofrenda del propio cuerpo» por nosotros no es un hecho lejano, consignado en las páginas frías de la crónica histórica, sino un acontecimiento que revive también ahora, aunque de modo incruento, en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, colocados en la mesa del altar? Cristo vuelve a ofrecer, ahora, por nosotros su Cuerpo y su sangre, para que sobre la miseria de nuestra realidad de pecadores se vuelque una vez más la ola purificadora de la misericordia divina, y en la fragilidad de nuestra carne mortal sea echado el germen de la vida inmortal.
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Aclamación antes del Evangelio). ¿Quien no desea vivir eternamente? ¿Acaso no es ésta la aspiración más profunda que late en el corazón de cada ser humano?
Quien se alimenta de ese pan divino, además de encontrar la fuerza para derrotar en sí mismo las sugestiones del mal a lo largo del camino de la vida, recibirá con él también la prenda de la victoria definitiva sobre la muerte —«el último enemigo destruido será la muerte» como dice el Apóstol Pablo (1 Cor 15, 26)—, de tal manera que Dios pueda ser «todo en todos» (ib., v. 28).
«He aquí el pan de los ángeles, / pan de los peregrinos, / verdadero pan de los hijos.»
He aquí: el pan que el hombre gana con el propio trabajo, pan sin el cual el hombre no puede vivir ni mantenerse con fuerzas, he aquí que este pan se ha convertido en testimonio vivo y real de la presencia amorosa de Dios que nos salva. En este Pan el Omnipotente, el Eterno, el tres veces Santo, se ha hecho cercano a nosotros, se ha convertido en el «Dios con nosotros», el Emmanuel. Comiendo de este Pan, cada uno puede tener la prenda de la vida inmortal.
Nuestro deseo, más aún, la oración apasionada, es que en los corazones de todos los que nos encontremos pueda florecer el sentimiento maravillosamente expresado en la secuencia de la liturgia de hoy:
«Buen Pastor, pan verdadero, / oh Jesús, ten piedad de nosotros: / nútrenos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos / en la tierra de los vivientes.
Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / llévanos a tus hermanos / a la mesa del cielo / en la gloria de tus santos». Amén.
San Juan Pablo II
Homilía Corpus Christi
Jueves 02 de junio del 1983
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