San Francisco de Asís

Si supiéramos adorar…

En cierta ocasión, luego de que el hermano Rufino superara una fuerte prueba y una gran tentación, y después de haberse reconciliado con Francisco, se dirigían juntos a la capilla a rezar el Oficio.
De repente, Francisco tomó el brazo de Rufino y lo paró:

—Escucha, hermano, es preciso que te diga una cosa.

Se calló un momento con la mirada baja hacia el suelo. Parecía dudar. Después, mirando a Rufino bien a la cara, le dijo gravemente:

—Con la ayuda del Señor, has vencido tu voluntad de dominio y de prestigio. Pero no sólo una vez, sino diez, veinte, cien veces tendrás que vencerla.

—Me das miedo, padre —le contestó Rufino—. No me siento hecho para sostener una lucha así.

—No llegarás a ello luchando, sino adorando —replicó dulcemente Francisco—. El hombre que adora a Dios reconoce que no hay otro Todopoderoso más que Él solo. Lo reconoce y lo acepta. Profundamente, cordialmente. Se goza de que Dios sea Dios. Dios es, eso le basta. Y eso le hace libre. ¿Comprendes?

—Sí, padre, comprendo —respondió Rufino—.

Habían vuelto a caminar mientras hablaban. Estaban ya a unos pasos del oratorio. Francisco concluyó diciendo:

—Si supiéramos adorar, nada podría verdaderamente turbarnos: atravesaríamos el mundo con la tranquilidad de los grandes ríos.

%d bloggers like this: