¡Quien no tiene el deseo de vivir un encuentro real con Dios! ¡Quien se contenta con una vida cristiana a medias! ¡Quien no aspira a vivir una vida plena! Y, sin embargo, nos retorcemos haciendo de la vida espiritual algo muy complejo y difícil. ¡Necesitamos reencontrar la sencillez en nuestra relación con Dios! Porque la vida cristiana no está basada en la fuerza, sino en la gracia; en su gracia.
Por ello nos hemos de proponer una vida cristiana basada en la sencillez y en la confianza en Dios. Hemos de volver a la fuente, a tener un encuentro personal con Dios. Este es el medio para contestar a los desafíos del mundo y profundizar en la fe de Jesucristo. Los resultados pueden no ser inmediatos, pero contamos con la promesa de Dios para alcanzarlos. Porque Él cuenta con nuestra responsabilidad, voluntad y fidelidad.
No hemos de buscarnos a nosotros mismos, ni nuestra propia satisfacción, sino un encuentro con quien Es; con ese «Yo soy» verdadero y real. El cristianismo no consiste en poner nuestro «yo» en armonía con el universo, borrando las fronteras de la realidad. Consiste en mantener una relación de amistad y amor con Dios, que nos llevará a una relación de amor con los demás, pues el amor no se puede vivir a solas.
Hemos de tener en cuenta que, cuando la oración es auténtica, se produce un proceso de conversión que hace que nuestra relación con los demás se transforme. Aprendemos a comprender, a no juzgar y a perdonar. La gracia que recibimos en la oración cambia nuestra relación con los demás y la práctica del amor se hace más profunda.
En la oración auténtica, que lleva al encuentro con Dios, hay una conversión, un cambio del corazón que nos muestra la misericordia de Dios. Un cambio que nos dinamiza. Porque si la relación con Dios es auténtica no caeremos en la pereza, sino en el dinamismo. A una disposición que nos muestra y nos impulsa a comprender lo que necesitamos cambiar en nuestra vida: orgullo, indiferencia, vicios…
Mas hemos de ser conscientes que tenemos que ser fieles a la oración. Que a veces resulta fácil, pero otras muy difícil; mas hemos de persistir. La oración verdadera no depende tanto del método, aunque puede ayudar, sino de nuestra actitud de corazón. Se trata siempre de tener una actitud humilde y de saber que el Señor nos quiere en su presencia. Al ponernos en su presencia con humildad y adoración el Espíritu Santo nos ayuda en nuestro orar.
Karl Rahner (1904-1984), teólogo católico alemán, escribió: «En el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán cristianos». Esta frase, que pareciera lapidaria del futuro, es radicalmente aperturista. Plantea que la mística no puede ser monopolio de los clérigos ni de los cenobios, de aquellos que «huyen del mundo» aferrándose al celibato. Invoca que la mística ha de ser patrimonio de todo el pueblo de Dios. Que tanto laicos como clérigos o consagrados son Pueblo de Dios y, por ello, llamados al misticismo.
La Iglesia, la humanidad, necesita sacerdotes y consagrados místicos y santos, y también necesita de laicos santos y místicos. La nueva evangelización es fundamentalmente tarea de los laicos.
La santidad no consiste en la perfección absoluta, ni en adquirir unas capacidades superiores, ni en levitar… La santidad es la capacidad de recibir y compartir el amor de Dios. «Es dejar que la gracia de Dios actúe en nuestra vida», como decía santa Teresita, amando con fidelidad, pureza y generosidad; como Dios ama. La santidad es un don que recibimos, no un logro que alcanzamos.
La oración, los sacramentos, la confianza absoluta en Dios, la humildad de reconocer nuestras debilidades, la generosidad y el aceptar las cosas como son nos permiten sentirnos confortados en presencia de Dios. Es la respuesta de Dios a nuestra confianza absoluta en Él.
No tengamos miedo de seguir a Cristo, no aumentará la carga de nuestras dificultades, sino que las hará soportables. Porque lo que el Señor nos pide es aceptar la realidad de la vida y vivir confiando en Él. Aceptar los sufrimientos los hace llevaderos. Se vuelven insoportables cuando negamos la ayuda del Señor y nos empeñamos en contar solo con nuestras fuerzas.
Que no significa que tengamos que ser pasivos ante las dificultades, sino que tenemos que aceptarlas, poniendo, al mismo tiempo, los medios necesarios para superarlas. Porque las dificultades y el sufrimiento, con la gracia de Dios, nos hace más humildes. Nos ayuda a reconocernos pobres y limitados y nos acerca a los demás, al capacitarnos para entender sus sufrimientos.
Esta humilde pobreza nos conduce a la libertad, a la paz, a la alegría; a tener capacidad de dar y a recibir el amor de Dios.
Tengamos el deseo intenso de ser instrumentos de Dios, operarios en su mies; así haremos el bien a los demás. Y la gracia de Dios nos santificará.
Agustín Bulet
Abandonos
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¡Quien no tiene el deseo de vivir un encuentro real con Dios! ¡Quien se contenta con una vida cristiana a medias! ¡Quien no aspira a vivir una vida plena! Y, sin embargo, nos retorcemos haciendo de la vida espiritual algo muy complejo y difícil. ¡Necesitamos reencontrar la sencillez en nuestra relación con Dios! Porque la vida cristiana no está basada en la fuerza, sino en la gracia; en su gracia.
Por ello nos hemos de proponer una vida cristiana basada en la sencillez y en la confianza en Dios. Hemos de volver a la fuente, a tener un encuentro personal con Dios. Este es el medio para contestar a los desafíos del mundo y profundizar en la fe de Jesucristo. Los resultados pueden no ser inmediatos, pero contamos con la promesa de Dios para alcanzarlos. Porque Él cuenta con nuestra responsabilidad, voluntad y fidelidad.
No hemos de buscarnos a nosotros mismos, ni nuestra propia satisfacción, sino un encuentro con quien Es; con ese «Yo soy» verdadero y real. El cristianismo no consiste en poner nuestro «yo» en armonía con el universo, borrando las fronteras de la realidad. Consiste en mantener una relación de amistad y amor con Dios, que nos llevará a una relación de amor con los demás, pues el amor no se puede vivir a solas.
Hemos de tener en cuenta que, cuando la oración es auténtica, se produce un proceso de conversión que hace que nuestra relación con los demás se transforme. Aprendemos a comprender, a no juzgar y a perdonar. La gracia que recibimos en la oración cambia nuestra relación con los demás y la práctica del amor se hace más profunda.
En la oración auténtica, que lleva al encuentro con Dios, hay una conversión, un cambio del corazón que nos muestra la misericordia de Dios. Un cambio que nos dinamiza. Porque si la relación con Dios es auténtica no caeremos en la pereza, sino en el dinamismo. A una disposición que nos muestra y nos impulsa a comprender lo que necesitamos cambiar en nuestra vida: orgullo, indiferencia, vicios…
Mas hemos de ser conscientes que tenemos que ser fieles a la oración. Que a veces resulta fácil, pero otras muy difícil; mas hemos de persistir. La oración verdadera no depende tanto del método, aunque puede ayudar, sino de nuestra actitud de corazón. Se trata siempre de tener una actitud humilde y de saber que el Señor nos quiere en su presencia. Al ponernos en su presencia con humildad y adoración el Espíritu Santo nos ayuda en nuestro orar.
Karl Rahner (1904-1984), teólogo católico alemán, escribió: «En el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán cristianos». Esta frase, que pareciera lapidaria del futuro, es radicalmente aperturista. Plantea que la mística no puede ser monopolio de los clérigos ni de los cenobios, de aquellos que «huyen del mundo» aferrándose al celibato. Invoca que la mística ha de ser patrimonio de todo el pueblo de Dios. Que tanto laicos como clérigos o consagrados son Pueblo de Dios y, por ello, llamados al misticismo.
La Iglesia, la humanidad, necesita sacerdotes y consagrados místicos y santos, y también necesita de laicos santos y místicos. La nueva evangelización es fundamentalmente tarea de los laicos.
La santidad no consiste en la perfección absoluta, ni en adquirir unas capacidades superiores, ni en levitar… La santidad es la capacidad de recibir y compartir el amor de Dios. «Es dejar que la gracia de Dios actúe en nuestra vida», como decía santa Teresita, amando con fidelidad, pureza y generosidad; como Dios ama. La santidad es un don que recibimos, no un logro que alcanzamos.
La oración, los sacramentos, la confianza absoluta en Dios, la humildad de reconocer nuestras debilidades, la generosidad y el aceptar las cosas como son nos permiten sentirnos confortados en presencia de Dios. Es la respuesta de Dios a nuestra confianza absoluta en Él.
No tengamos miedo de seguir a Cristo, no aumentará la carga de nuestras dificultades, sino que las hará soportables. Porque lo que el Señor nos pide es aceptar la realidad de la vida y vivir confiando en Él. Aceptar los sufrimientos los hace llevaderos. Se vuelven insoportables cuando negamos la ayuda del Señor y nos empeñamos en contar solo con nuestras fuerzas.
Que no significa que tengamos que ser pasivos ante las dificultades, sino que tenemos que aceptarlas, poniendo, al mismo tiempo, los medios necesarios para superarlas. Porque las dificultades y el sufrimiento, con la gracia de Dios, nos hace más humildes. Nos ayuda a reconocernos pobres y limitados y nos acerca a los demás, al capacitarnos para entender sus sufrimientos.
Esta humilde pobreza nos conduce a la libertad, a la paz, a la alegría; a tener capacidad de dar y a recibir el amor de Dios.
Tengamos el deseo intenso de ser instrumentos de Dios, operarios en su mies; así haremos el bien a los demás. Y la gracia de Dios nos santificará.
Agustín Bulet
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