Hans Urs von Balthasar Oración

El amor como acción

El amor no quiere más recompensa que el amor que corresponde. Para su amor Dios no quiere otra cosa de nosotros que el nuestro; «no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y en la verdad» (1Jn 3, 18).

Reducir este amor que se hace obra primera y sobre todo exclusivamente a una transmisión apostólica de hombre a hombre, significaría concebir la revelación del amor absoluto desde un punto de vista puramente funcional, como medio o impulso para un fin humano y no como un amor personal y absoluto.

La concentración antropológica de lo cristiano considerándolo como una mera ética suprime la perspectiva teo-lógica. Israel, que en ningún caso era (ni es) en primer lugar apostólico, tiene que permanecer aquí con atención: el Dios celoso que se da en la antigua alianza no quiere en primer lugar otra cosa para él que el amor fiel y celoso de la esposa. Porque el amor absoluto debe ser amado y ejercitado en el amante con la exclusión de toda competencia de objetos de amor relativos, que a la larga se convierten en ídolos cuando la fidelidad absoluta no es mantenida ante el amor absoluto.

Todo «apostolado» cristiano es también una utilización práctica y una canalización que racionaliza el amor (…) hasta que no está dada la respuesta absoluta al amor absoluto como finalidad en sí misma. Esta respuesta se llama pura «adoración», pura «acción de gracias» que glorifica, aquella que tiene que ser conformada como forma de sentido de toda la existencia y esto con el incondicionado precedente de un estar-disponible-para el amor de Dios como fin en sí mismo y que desde el punto de vista terreno parece un sin sentido, en medio de las todavía urgentes y razonables ocupaciones (Lc 10, 42).

La preeminencia de la vida contemplativa respecto a la vida activa, de la gnosis respecto de la praxis liberadora que se da fuera del cristianismo, se corresponde con la preeminencia dada dentro del cristianismo a una vida entendida puramente como respuesta al amor de Dios que se entrega en la fe y con la confianza de que este amor –del cual proviene toda fecundidad– será suficientemente poderoso para extraer de toda donación nupcial desinteresada el fruto correspondiente para la humanidad y para el mundo. Esto es el Carmelo y toda verdadera vida «contemplativa» en la Iglesia: la palabra puede ser mal comprendida en el sentido gnóstico, pero esto significa la vida –alabada por Jesús– de María a los pies de Jesús.

La oración, tanto eclesial como personal, está preordenada a toda acción: de ninguna manera hay que entenderla en primer lugar como una fuente de poder psicológico («cargar las pilas» se dice ahora), sino como el acto, dado a luz en el amor, de glorificación y adoración, tratando de responder de una forma primaria y original a un amor gratuito y mostrando así que ha comprendido la manifestación divina.

Resulta tanto trágico como ridículo que los cristianos de nuestros días quieran hacer desaparecer esta preeminencia elemental testimoniada por todo el Antiguo y el Nuevo testamento, tanto por la vida de Jesús como por la teología de Pablo y de Juan, dando preferencia a un puro encuentro de Cristo en el prójimo o simplemente en el puro trabajo mundano y la actividad técnica. Ya no tiene capacidad de mantener en ella la distinción entre la tarea humana y la misión cristiana.

Quien, sin embargo, no conoce el rostro de Dios por la contemplación, no lo podrá volver a reconocer en la acción, ni siquiera cuando se ilumine frente a él en el rostro de los humillados y las víctimas.

También la fiesta de la eucaristía es anámnesis y, por ello, contemplación en el amor y comunión del amor con el amor,; y sólo desde ella nace el mandato cristiano de la misión en el mundo: ite missa-missio est. Entonces es posible esa «oración sin interrupción» que Pablo prescribe (1 Tes 5, 17), dentro de la acción misma, no tanto sobre la base de un ejercicio técnico según la forma oriental de la oración de Jesús, sino en analogía a como un joven lleva siempre presente y viva en su corazón la imagen de su amada, junto a las ocupaciones más ajenas, o como los caballeros de los antiguos romances, que orientaban todos sus actos a la glorificación de su amada.

La «buena intención» es la débil designación de una realidad mucho mayor, que en palabras cristianas diría: ser en todo «alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 6), para que «Dios sea glorificado en todo» (san Benito) y acontezca «todo para mayor gloria de Dios» (san Ignacio de Loyola).

Esta glorificación acontece en la medida que como acción humana se inspira desde el amor y tiende al amor.

Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Cap. 8

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