La frase de la Misa que me había dejado fuera de combate era el «Cordero de Dios», porque sabía que este Cordero era Jesucristo mismo.
Tú también lo sabes. Tal vez hayas cantado o recitado un millar de veces las palabras: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros». Igual que habrás visto muchas veces al sacerdote levantar la hostia partida y proclamar: «Éste es el Cordero de Dios…». El Cordero es Jesús. No es una novedad; es la típica frase que no llama la atención. Al fin y al cabo, Jesús es muchas cosas: es Señor, Dios, Salvador, Mesías, Rey, Sacerdote, Profeta y… Cordero.
Si realmente estuviéramos pensando lo que decimos, no pasaríamos por alto ese último título. Mira de nuevo la lista: Señor, Dios, Salvador, Mesías, Rey, Sacerdote, Profeta y… Cordero. Una de estas cosas no es como las demás. Los siete primeros son títulos con los que nos podríamos dirigir cómodamente a un Dios Hombre. Son títulos con dignidad, que implican sabiduría, poder y estatus social. Pero… ¿Cordero? Una vez más, te pido que prescindas de dos mil años de sentido simbólico a sus espaldas. Imagínate por un momento que nunca hubieras cantado el «Cordero de Dios». (…)
San Juan nos aclara que, en el nuevo y definitivo sacrificio pascual, Jesús es al mismo tiempo Sacerdote y víctima. Esto queda confirmado por los relatos de la última Cena de los otros tres Evangelios, en los que Jesús usa claramente el lenguaje sacerdotal de los sacrificios y libaciones, incluso cuando se describe a Sí mismo como la víctima. «Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros… este cáliz que se derrama por vosotros, es la nueva alianza en mi Sangre» (Lc 22, 1920).
El sacrificio de Jesús llevará a cabo lo que la sangre de millones de corderos, toros y machos cabríos nunca podría hacer. «Porque es imposible que la sangre de toros y machos cabríos quite los pecados» (Heb 10, 4). Si la sangre de un cuarto de millón de corderos no pudo salvar a la nación de Israel, qué decir del mundo entero. Para expiar las ofensas contra Dios, que es todo bondad infinita y eterna, la humanidad necesitaba un sacrificio perfecto: un sacrificio tan bueno, sin mancha e ilimitado como Dios mismo. Y ése era Jesús, el único que podía «quitar el pecado por el sacrificio de Sí mismo» (Heb 9, 26).
«¡He aquí el Cordero de Dios!» (Jn 1, 36). ¿Por qué Jesús tenía que ser un cordero y no un caballo, o un tigre, o un toro?, ¿por qué el Apocalipsis describe a Jesús como un «cordero que está de pie como si estuviera sacrificado» (Apoc 5, 6)?, ¿por qué la Misa tiene que proclamarlo como el «Cordero de Dios»? Porque sólo un cordero sacrificial cuadra con el designio divino de nuestra salvación.
Más aún, Jesucristo era Sacerdote al tiempo que víctima, y como Sacerdote podía hacer lo que ningún otro sumo sacerdote. Porque el sumo sacerdote entraba «al lugar sagrado cada año con una sangre que no era la suya» (Heb 9, 25), e incluso entonces entraba sólo un momento, antes de que su indignidad le sacase fuera. Pero Jesús entró al Santo de los santos, el cielo una vez por todas, para ofrecerse a Sí mismo como nuestro sacrificio. Y lo que es más, por la nueva Pascua de Jesús, nosotros, también, hemos sido hechos un reino de sacerdotes y la Iglesia del primogénito (cf. Apoc 1, 6; Heb 12, 23, y compáralo con Ex 4, 22 y 19, 6); y con Él entramos en el santuario del cielo, cada vez que vamos a Misa.
Scott Hahn, La Misa, el cielo en la tierra, 1º Parte, Cap. II
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