Ésta es la trinidad de verdades simbolizada aquí por los tres arquetipos de la vieja historia de Navidad: los pastores, los reyes, y ese otro rey que acabó con los niños. (…) Uno de ellos, que es símbolo del tema de este capítulo, nos puede servir aquí: que ninguna otra historia, ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico, nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora que se produce en nosotros ante la palabra Belén. Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. Ninguno de nosotros, cualquiera que sean sus opiniones, se situaría ante esa escena como quien tiene la sensación de estar ante algo familiar y propio. Podría admirarlo por tratarse de algo poético, filosófico o de cualquier otro tipo, pero no por lo que era en sí mismo. La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana. (…). Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. Es como si encontrara algo en el fondo de su propio corazón que traicioneramente lo atrajera hacia el bien. Algo que no está hecho de lo que el mundo llamaría un material fuerte; más bien está hecho de materiales cuya fuerza reside en la levedad alada con la que nos pasan rozando. Es todo lo que hay en nosotros salvo una breve ternura que allí se hace eterna. Todo eso no significa más que un momentáneo debilitamiento que, de una forma extraña, se convierte en fortalecimiento y en descanso. Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores. Y sólo la noche y la cueva yacen pliegue sobre pliegue sobre algo más humano que la Humanidad. (…)
Todos sabemos la historia de cómo Herodes, alarmado ante los rumores de la presencia de un misterioso rival, recordando el gesto salvaje de los caprichosos déspotas asiáticos, ordenó realizar una masacre de posibles sospechosos entre la nueva generación del pueblo. Todo el mundo conoce la historia, pero quizá no todos se han dado cuenta del lugar que ocupa en la historia de las extrañas religiones de los hombres. No todos han visto la significación de su contraste con las columnas de Corinto y el pavimento romano de aquel mundo conquistado y superficialmente civilizado. Sólo cuando aquel propósito comenzó a vislumbrarse en el oscuro espíritu del Idumeo y a brillar en sus ojos, algún adivino podría quizás haber percibido la sombra de un gran fantasma gris que miraba por encima de su hombro, que, a su espalda, llenaba la bóveda de la noche y asomaba por última vez en la historia; ese vasto y temible rostro que no era otro que el Moloc de los cartagineses, aguardando su último tributo de un gobernador de las razas de Sem. Los demonios también, en esa primera fiesta de Navidad, lo celebraron a su manera.
A menos que entendamos la presencia de ese enemigo, no sólo perderemos el elemento clave del cristianismo, sino también de la Navidad. La Navidad en el cristianismo se ha convertido en algo que, en cierto sentido, es muy simple. Pero como todas las verdades de esa tradición es, en otro sentido, algo muy complejo. No se trata de una única nota sino del sonido simultáneo de muchas notas: la humildad, la alegría, la gratitud, el temor sobrenatural y, al mismo tiempo, la vigilancia y el drama. No es un acontecimiento cuya conmemoración sirva a intereses pacifistas o festivos. No se trata sólo de una conferencia hindú en torno a la paz o de una celebración invernal escandinava. Hay algo en ella desafiante, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como los cañones de una batalla que acaba de ganarse. Todo ese elemento indescriptible que llamamos atmósfera de la Navidad se encuentra suspendido en el aire como una especie de fragancia persistente, o como el humo de la explosión exultante de aquella hora singular en las montañas de Judea hace casi dos mil años. Pero el sabor sigue siendo inequívoco y es algo demasiado sutil o demasiado único para ocultarlo con nuestro uso de la palabra paz. Por la misma naturaleza de la historia, los gozos de la cueva eran gozos en el interior de una fortaleza o una guarida de proscritos. Entendiéndolo correctamente, no es indebidamente irrespetuoso decir que los gozos tenían lugar en un refugio subterráneo. No sólo es verdad que dicha cámara subterránea era un refugio frente a los enemigos y que los enemigos estaban ya batiendo el llano pedregoso que se situaba por encima de ellos como el mismo cielo. No se trata sólo, en ese sentido, de que las bordas de Herodes podían haber pasado como el trueno sobre el lugar donde reposaba la cabeza de Cristo. Se trata también de que esa imagen da idea de un puesto avanzado, de una perforación en la roca y de una entrada en territorio enemigo. En esta divinidad enterrada se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y los palacios desde sus cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio.
Éste es, quizás, el más poderoso de los misterios de la cueva. Es evidente que aunque se dice que los hombres han buscado el infierno bajo la tierra, en este caso es más bien el cielo el que está bajo la tierra. Y de ello se sigue en esta extraña historia la idea de un levantamiento del cielo. Esa es la paradoja de todo el asunto: que de ahora en adelante lo más alto sólo puede alcanzarse desde abajo. Los derechos sólo pueden volver a ser propios por una especie de rebelión. (…)
Herodes tenía, por tanto, su lugar en el acontecer milagroso de Belén puesto que era la amenaza de la Iglesia militante y nos la muestra desde el principio perseguida y obligada a luchar por la vida. Algunos pueden pensar que esto es una disonancia, pero es una disonancia que suena simultáneamente a las campanas de Navidad. Quizá algunos piensen que la idea de la Cruzada es algo que distorsiona la idea de la Cruz pero no es así, son ellos los que tienen una idea distorsionada de la Cruz, pues la idea de la Cruz se distorsiona casi literalmente en la cuna. (…)
G. K. Chesterton, El Hombre Eterno.
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