La humildad del Eterno va más allá del nivel del olvido del pecado de la criatura. Hay, en efecto, otra característica de la sensibilidad divina, construida y, de una u otra manera, tendida entre las polaridades del recordar y del olvidar, polaridades que en Dios se recomponen en torno a la humildad y se hacen para nosotros un punto de referencia importante para el desarrollo de nuestra sensibilidad moral.
Dios no es solo aquel que recuerda a la criatura que ama y de quien olvida pecados e infidelidades, sino que es aquel que se olvida de sí mismo, que se deja olvidar. Es el punto extremo de la humildad divina.
Lo hace ya con Israel, como hemos visto, a quien le permite borrar su historia, toda aquella historia llena de prodigios divinos y de gestos extraordinarios de benevolencia de parte de Dios; pero lo hace, sobre todo, «retirándose» él mismo, poniendo él explícitamente las premisas para desaparecer.
La eucaristía me parece el ejemplo más expresivo y eficaz de este singularísimo rasgo de la sensibilidad divina. En ella todo es discreción, pequeñez, humildad, escondimiento, cotidianeidad y sencillez de signos, evocación tenue del misterio, posibilidad (para el hombre) de proseguir sin prestar demasiada atención, ausencia total de sensacionalismo… Y, sin embargo, la eucaristía fue instruida por Jesús para hacerse recordar, confiándolo a algunos ministros ordenados, que son los custodios de esta memoria eucarística: memoria altamente viva que, paradójicamente, se hace olvidar, porque es memoria de un Dios que se deja olvidar.
De ahí la extraña posición, aparentemente contradictoria, de los ministros de la eucaristía y de su misterio, tendidos también ellos entre dos polaridades que, una vez más, están destinadas a cruzarse y componerse. Por un lado, estos ministros son hombres de la memoria, hombres que saben recordar, más aún, que saben hacer memoria de la eucaristía en todo cuanto hacen, no solo en la liturgia, haciendo de su vida una memoria eficaz del gesto de Jesús que se da en la cruz. Por otro lado, estos hombres de la memoria son también ministros del olvido de Dios, de su discreción, de su no violencia, de su no agresividad. Pero esto lo obtienen a condición de que antes hayan asumido de Dios este aspecto tan típico y bello de su sensibilidad, a saber, la humildad de dejarse olvidar.
Por otra parte, se trata siempre de la misma praxis de Dios, el Padre Creador y Formador de nuestras almas: así como Dios, el que recuerda, pide a Israel que recuerde, y así como el mismo Dios, el que olvida, pide a su pueblo que olvide, así el Señor, dejándose olvidar, pide a quien cree en él, en particular a quien celebra el memorial de la cruz o participa en él, que se deje olvidar o que tenga su misma sensibilidad y libertad.
Y tal vez aquí nos volvemos a encontrar en las mismas condiciones de infidelidad del Israel de otro tiempo. O, como mínimo, tenemos que admitir que, en general, no tenemos esta humildad y no podemos permitirnos esta libertad, ya que nos preocupa ser recordados, dejar huella visible de nuestro paso, y tal vez particularmente nosotros, los ministros del altar. Puesto que no tenemos hijos que prosigan nuestro linaje, buscamos sucedáneos que permanezcan para que hablen de nosotros: títulos académicos, obras realizadas, libros escritos, iniciativas emprendidas, reconocimientos obtenidos, promociones eclesiásticas, carreras más o menos prodigiosas…; por no hablar de aquellos tristes casos en los que se llega a forzar la realidad para aparentar lo que no se es y jactarse, de una u otra manera, de la propia reputación. Hay que estar muy atentos y ser muy realistas consigo mismos. Sin llegar a ciertos extremos claramente patológicos, puede convertirse también en un sucedáneo (antiamnesia) una más o menos presunta fama, más o menos gratificante, que uno se ha construido (meritoriamente, sin duda) como hombre de Dios, como persona sabia y buscada, como consejero ilustrado…; una fama gratificante que poco a poco nos arrebata la libertad y la sensibilidad de quien trabaja sin preocuparse demasiado de su persona y de su memoria. Es como si tuviéramos miedo a que la muerte pudiera acabar con todo lo que somos. Y al no tener la agilidad humilde y serena de dejarse olvidar, nos hacemos pesados, «diabólicamente pesados»¹⁵, engorrosos, exigentes, insoportables, no espontáneos, nerviosos, siervos demasiado útiles y demasiado serios, personas insustituibles…, más aún, inmortales. Justo lo contrario del gesto humilde de Dios, que se retira para hacer espacio a la criatura.
E. Becker llama, en efecto, «símbolos de inmortalidad» a todos los sucedáneos que acabamos de mencionar y a otras «mercancías» y aun «baratijas» diversas que hay que exhibir (por parte de quien, evidentemente, no tiene otra cosa que exhibir), como un intento extremo de negar la muerte, la propia muerte¹⁶, o de procurarse una «resurrección-a-la-medida», por citar de nuevo a Pagazzi¹⁷. Lo contrario de la inesperada actitud del buen ladrón, el cual, al final de una vida hasta entonces demasiado equivocada y sin títulos positivos, se encomienda a la memoria del Salvador: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23, 42). Esta memoria es la garantía, la única garantía de la salvación, que, en efecto, le es inmediatamente concedida. Y lo mismo es para todos: si el Señor se acuerda de mí, me salvo y puedo permitirme el lujo de dejarme olvidar.
En cambio, no hay tal salvación ni tal lujo, y habrá tan solo mucha desesperación, para quién, por el contrario, tiene que abastecer ahora su memoria para cuando él no exista, y es más o menos esclavo de la memoria de sí; ahí habrá solo frustración, como en toda forma de narcisismo, y una buena dosis de paganismo. Sobre todo, nos encontraremos con un individuo, por más que creyente que sea o incluso ministro, que está todavía muy lejos de tener los sentimientos del Hijo, en particular aquella humildad que tan semejantes nos hace a Dios.
Amedeo Cencini, ¿Hemos perdido nuestros sentidos? En busca de la sensibilidad creyente, Maliaño 2014, Cap. 4, p. 118ss.
Notas
¹⁵ El diablo, pensaba F. Nietzsche, es el espíritu de pesadez.
¹⁶ Cf. E. Becker, Il rifuto della morte, Roma 1982. Según Becker el «símbolo de la inmortalidad» nace de la exigencia humana de tratar cualquier cosa como si tuviera valor absoluto, haciendo de ella una garantía de bienestar en el presente y en el futuro. Es una especie de ídolo que sirve para mitigar o engañarse, con el que se resuelve la tensión entre el mundo de los deseos y el de los límites y que termina distorsionando la realidad si el bien implicado es finito o relativo (como, por ejemplo, el sexo, el dinero, la ideología, los diversos arribismos, el culto a la personalidad…)
¹⁷ G. C. Pagazzi, Il prete oggi. Tracce di spiritualità, Bologna 2010, p. 55
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