Esta soledad de Jesús. Este retirarse a orar a solas. Esta cuidada intimidad con el Padre…
Tras la profusión de palabras, de alumbradora instrucción, de abundancia de signos, de puesta tenaz de la misericordia, en medio de las gentes. Tras toda esa inmersión entre los afligidos del cuerpo y del alma, Cristo busca ámbitos apartados. Las alturas de los vientos. Los sitios amparados por el silencio. Las regiones y las horas amigas para la oración.
He aquí una dinámica. Jesucristo, Maestro y Señor, no se muestra como un “activista”, un agitado, un ansioso propagandista. No se expone a la desmesura de las masas. Ni propone liderazgos demagógicos, ruidosos, amigos de componendas. Jesucristo aparece y desaparece. Se revela y se hunde en el retiro. Enseña, sana, y libera, y a su vez, se deja llevar por el Espíritu a los desiertos, a las cumbres solitarias, a las llanuras habitadas por los ángeles, a los huertos del silencio y la oración.
Desde este ocultarse para aparecer. Desde este enraizar orante en el Padre que lo envió, se fundamenta toda su vida pública, y la Hora de su Glorificación.
Es lo ensayado en Nazaret. Aquellos largos años de ocultamiento prepararon su actividad mesiánica. Y en medio de su actividad mesiánica, Cristo siguió disponiendo con oración retirada, el despliegue de su enseñanza y de su acción misericordiosa.
Nos dice el Evangelio: «… obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo».
El ejercicio de su poder y misericordia está preparado, entonces, con retiro y oración. Y de su orante y santa soledad, de aquel magno silencio, Jesús se incorpora, se hace presente en el mar. Camina sobre las aguas. Domina sobre los elementos de la creación. Manifiesta un señorío sobre la tormenta. Acerca su amor a la barca de los apóstoles. Los tranquiliza. Los corrige. Los exhorta a creer.
Porque creer, ejercer la fe, en las bonanzas de la vida, no resulta exigente ni tan meritorio, como creer en medio de las tempestades, las fatigas, los incordios, las durezas, los insomnios, y las penas. Es entonces cuando el mérito es mayor, y hasta heroico el brillo de la fe.
«Escúchame en seguida, Señor, que me falta el aliento… En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti; indícame el camino que he de seguir, pues levanto mi alma a ti». Así reza el salmista, en su angustia.
Lejos de la costa, los apóstoles padecen pánico en medio de una tormenta. Sin embargo, están allí por obediencia. Obedecieron a Jesús. Desde los apóstoles, la sacudida de las olas es un fenómeno meramente natural. Otra tempestad en un mar que conocían. Otra revuelta de los vientos, quizás, más violentos, pero no nuevos para pescadores curtidos.
Desde Jesucristo, en cambio, es un adentrarlos en la prueba. Es ponerlos en ocasión de ejercer la fe, la fe en él, la fe en aquel que podían invocar, la fe en aquel que, horas antes, había ante sus ojos atónitos multiplicados panes y peces.
Pero es tal la ofuscación de sus mentes, y están tan lejos de ejercer un acto de fe, que ni siquiera ven a Jesús (al Jesús que ven), pues, lo confunden con un fantasma.
Todos hemos vivido esta penosa falta. Un viento en contra, y un desarreglo del alma. Una prueba, una sacudida, un temblor, y la floración de la desconfianza.
Somos pecadores. Débiles, con fragilidad de barro. Y afirmarnos en la fe, crecer y madurar en la fe, requiere andar con la decisión continua de renovarnos. Porque son estos florecimientos o fructificaciones, bienes que se dan en un proceso, en un tratamiento, en una dinámica, donde caer y levantarnos hace al aprendizaje, y donde el perfeccionamiento es un camino conducido por el Señor.
Jesús, en medio de la tormenta avanza hacia el probado en la fe. Escucha tanto sus gritos como mide cada detalle de su susto padecido. Habla. Comunica el soplo de su Espíritu. Se acerca. Hace sentir su presencia, diciéndonos: «Tranquilízate, Soy Yo».
Por eso, la lección de Cristo incluye lo que él mismo realizó antes del episodio del mar. Jesucristo, prueba en la fe a los que ama, los purifica como el oro en el crisol, los perfecciona en el amor y la esperanza, pero enseña acerca de la necesidad del recogimiento, de la oración a solas, de la intimidad con él, del cultivo del silencio santo. Porque de todo esto se nutre el alma para cruzar tormentas en la vida. De una amistad llevada en oración con el que nos ama, y quiere estar con nosotros, y quiere que el Padre lo honre por servir a su Enviado.
El Señor encara a Pedro: «¿porqué dudaste?». Había empezado a caminar sobre las aguas como su Maestro, pero vaciló. Vacilar para él fue comenzar a hundirse. Del hundimiento, la mano de Dios lo rescató.
En nuestra historia de fe, advertimos cómo esa mano nos ha venido a salvar de muchos hundimientos, apostasías, enfriamientos, desesperación.
En la barca de la Iglesia se cruza el mar de la vida aprendiendo a creer hasta el heroísmo. Hasta el martirio. Hasta la perfección del amor.
Jesús conduce, y nos dio el ejemplo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Hasta el fin la fidelidad.
El enemigo de Cristo y de la Iglesia, suele agitar olas, levantar ventiscas, desfavorecer el recogimiento, y la serena meditación de la Palabra divina. Multiplica comunicaciones inútiles, seduce con necesidades falsas, mete temores acerca de una vida más santa, engaña, reproduce imaginaciones que intranquilizan, genera nuevas torres de Babel, y hace creer que no necesitamos tanta interioridad orante, ni liturgias pausadas y serenas, ni silencio sanador.
Lo cierto es que aquellos que llegaron a decir: «Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios» (tremendo acto de fe), lo hicieron en la calma, en la serena gracia que Cristo les regaló, tras el bullicio, la tormenta, y el temor.
Busquemos esa paz, pidamos esa calma, roguemos por una oración a solas, no desechemos el silencio que conduce a escuchar a Dios. Y todo sea para seguir creciendo. Amén.
P. Gustavo Seivane
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