Puissance de Dieu el liberté, Choisir, 69-70 (1965) 12-13,15.
Cuando Dios decidió desde el principio manifestar su poder por medio del amor, resultó de ello como una limitación de su poder absoluto (potentia absoluta): como si, en la disponibilidad salvadora de la cruz, la justicia divina se presentara a los pecadores con las manos atadas. El hecho de que el Hijo obedezca la voluntad salvífica de Dios –que se le aparece como ley– es la manifestación de esa limitación voluntaria. «No puede el Hijo hacer por sí mismo sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). «Yo no puedo hacer por mí mismo nada, juzgo según lo que oigo» (Jn 5,30). En virtud de este no-poder, no se defiende de la tiranía de los judíos y los paganos, ni sus discípulos combaten, porque su Reino no es de este mundo (Jn 18,36). Pero precisamente en esta limitación por amor reside la liberación y, al mismo tiempo, la revelación al mundo de la omnipotencia divina; y qué extraordinaria aparece «la grandeza de su poder para con nosotros… según la fuerza de su poderosa virtud» (El 1,19): la acumulación de sinónimos de poder en este pasaje donde se trata de la Resurrección de Cristo, hecho impotente para nuestra resurrección, muestra que estamos aquí en la cumbre del poder divino. Debemos decir, por lo tanto, que: el poder absoluto de Dios limitado en el amor es omnipotente, pues no está determinado por nada fuera de Dios mismo (permaneciendo ligada al pecador su justicia distributiva, y a la necesidad de reparar el orden del mundo), procede de una decisión fundamentalmente libre y –conforme a la naturaleza íntima de Dios– se presenta como una libertad absoluta, libertad que se da, se humilla, se olvida del todo en el amor.
Así, pues, el misterio de la debilidad que se manifiesta en la vida y el sufrimiento de Jesucristo –y por consiguiente en la Iglesia– es, en el sentido más estricto, el misterio de su omnipotencia revelada. Este misterio no es de ningún modo una “paradoja” dialéctica. Para aproximarnos a este misterio, la fe nos ofrece tres caminos.
Potencia del amor divino
El poder del amor divino tiene un carácter más absoluto cuando no está ligado a una potencia creada (leyes temporales), y es soberanamente libre de manifestarse en la debilidad. Es patrimonio de quien es la vida eterna, ser vida, aun bajo la apariencia de muerte. Puede permitirse morir en la impotencia y la abyección y «gustar en beneficio de todo hombre» la eterna tiniebla del abandono del Padre. «Tengo poder para dar mi vida» (Jn 10,18); y el don de Cristo no es nunca tan total y definitivo como cuando tiene el poder incluso de recobrarla (Jn 10, 18). La perfección de este poder que supera los límites humanos (vida-muerte, abandono-posesión, disposición de sí), se encuentra en este pasaje capital de San Pablo: «Plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… la locura de Dios es más sabia que los hombres; …. eligió Dios la flaqueza del mundo, para confundir a los fuertes» (Cor 1,21-28). Desde el punto de vista del hombre, la decisión por la que el amor de Dios escoge la debilidad, hace surgir una desemejanza radical (maior dissimilitudo), a despecho de las analogías que existen, entre el poder temporal y el poder divino: esta trascendencia descarta toda posibilidad de confusión. La fe cristiana, sometiendo toda fuerza real o supuesta al misterio de la debilidad de Cristo, donde se “oculta” toda fuerza divina (Col 2,3), se hace humildemente disponible para que se cumpla este misterio también en el hombre, ya que el poder de Dios no se manifiesta más que en este misterio. «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder» (2 Cor 12,9). ¿Cómo rendir homenaje en la impotencia? Imitando a Jesucristo en la cruz, pues allí ha probado plenamente su obediencia al. Padre. San Pablo llega a decir: «Me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por Cristo» (2 Cor 12,10).
Potencia del amor humano
El segundo punto está implicado en el primero: el débil opone menos resistencia al poder del amor divino: no encontrando fuerza en sí mismo ni en el mundo, está obligado, por así decirlo, a acogerse a Dios, a convertirse en “cosa” de Dios. Por eso el AT contribuye a iluminar el misterio de la Redención, gracias a la tradición de los “pobres de Yahvé” (Amos, Jeremías y los Salmos), y, en un sentido más amplio, la tradición asiática que se eleva por encima de los conflictos entre los poderes a la no-resistencia del espíritu que tiene a Dios presente. Los dulces, los pobres, los humildes del AT son los primeros beatificados en el sermón del monte, porque dejan sitio al Espíritu, lo mismo que en su Magnificat María alaba a los que esperan en Dios, los humildes que Dios cuida, mientras que quita a los poderosos de su trono. Los consejos evangélicos forman parte, igualmente, de esta tradición veterotestamentaria que se cumple en Jesús y en María: la virginidad, renuncia al poder sexual (no solamente el del hombre, sino también el de la mujer) en provecho de una fecundidad que revierte a Dios, sacrificando todo poder personal; la pobreza (actitud del cuerpo y del espíritu que compromete a todo el ser), renuncia a todos los medios personales de ejercer un poder para ser un objeto del que Dios dispone y del que se dispone en nombre de Dios; la obediencia, que acepta la indeterminación de la verdad y de la decisión, permaneciendo permeable a la verdad divina, sometiéndose a la decisión tomada en conexión con Cristo y la Iglesia. En esta perspectiva hay que considerar, finalmente, la no-violencia predicada en el sermón de la montaña (Mt 5, 39 ss.); en su forma cristiana, es superior a la no-violencia india, lo mismo que la despreocupación por el día venidero (Mt 6,25-34) y el deseo de recogerse únicamente en el poder del amor divino que conserva y da.
La locura de la cruz
En la debilidad y la pobreza de la Cruz (en todas sus formas) aparece, por fin, el espíritu de Dios (su espiritualidad) como el modelo bajo la imagen, el espíritu del amor absoluto que, en la más libre de las limitaciones, está más allá de la fuerza y la debilidad, del poder y la humildad. Este punto es señalado por algunos teólogos, que no ven en la debilidad de la cruz un factor, por así decirlo, utilitario (la satisfacción), sino una representación del misterio más íntimo de la Trinidad. Para san Francisco de Asís y, más tarde, para Taulero, la pobreza de Cristo es manifestación de una de las más tiernas cualidades de Dios, de lo que se puede llamar la “pobreza divina”; para santa Catalina de Siena, la sangre de Cristo manifiesta una disposición divina que no podría manifestarse de otro modo. Así hay que entender la declaración de Orígenes, sorprendente en un pensador griego y platónico, según la cual, el Padre (como principio de la Divinidad) no estaría exento de pasión (pathos). Ya en Pablo la humillación (kénosis) del Hijo de Dios (resultante de su desprendimiento) es expresión de sus disposiciones amorosas y por ello de su esencia divina. Presenta al Espíritu Santo como gimiendo en el seno de la creación gimiente, es decir, debilitado con las debilidades, limitado con los seres finitos y prisioneros de una pesada subjetividad (los que son prisioneros de un “yo” estanco), con los espíritus que se debaten en la ansiedad, en parto con un mundo que lucha por desgajar la filiación divina. En el corazón de estos gemidos dobles, los de la creatura y los del Espíritu divino: Cristo. «También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 19-27). Estos dos aspectos se complementan, pues la creatura no es solamente un vaso vacío presto a recibir la presencia de la omnipotencia divina, una ocasión de manifestarse; en su impotencia, en su abandono, está unida sin intermediarios al abandono absoluto que es la esencia de la Santísima Trinidad.
El misterio de la debilidad divina que es más fuerte que todo poder temporal, no suprime las relaciones de fuerza entre las creaturas, sino que las presupone, las confirma y, haciendo esto, las trasciende. No se trata, por lo tanto, de sacar del sermón de la montaña una especie de pacifismo simplista o de no-violencia a lo Gandhi. La conjunción naturaleza-gracia, mundo-cristianismo, no se reduce a una fórmula simple. Inversamente, no basta con actualizar únicamente medios temporales para asegurar el Reino de Dios, como se ha intentado sin cesar desde Constantino y Carlomagno de diferentes maneras. Lo que Dios espera de nosotros no puede ser resuelto por una fórmula que valga para todo: se trata nada menos que de penetrar por el Espíritu de Jesucristo un mundo de poder marcado por el pecado. En sus esfuerzos los cristianos serán impulsados siempre más lejos en el camino de la cruz, y así obtendrán, por gracia, ciertos resultados en esta tierra. «Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).
Si el cristianismo muestra a qué está expuesto el hombre, a qué exigencias está sometido por el hecho de la imitación de Cristo, solamente Dios puede cubrir los riesgos corridos por el hombre, al mismo tiempo que los abusos cometidos por los pecadores, dentro y fuera de la Iglesia, en nombre de los poderes de amor que les son confiados. Estos abusos deben confrontarse con la insondable contabilidad de la Cruz, puesto que allí donde, despreciando la Cruz, los hombres (los cristianos) pecan más gravemente, «la gracia de Dios… se ha difundido copiosamente sobre muchos» (Rom 5,15). La revelación de Dios en Cristo es un riesgo corrido por Dios, en el sentido de que el hombre se ha acostumbrado a vivir peligrosamente: la naturaleza “apaciguada” de la antigüedad no ofrece ya a los hombres la protección de leyes eternas e inmutables, divinas y sagradas. Este universo no existe ya desde la Biblia, existe cada vez menos y el hombre está entregado cada vez más a su propio poder. Ante él, por encima de él, como protector y como redentor, no hay más que un solo Dios, que lo ha arriesgado todo por él.
Tradujo: Manuel Lopez-Villaseñor
Fuente: Selecciones de Teología
Fotografía: Flying bird in sunset
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