Anoche —lo recordáis— le prometí a mi Cristo Roto, obligado por sus ineludibles y suaves urgencias, que no lo restauraría jamás. Que lo conservaría así, Roto, toda mi vida, a mi lado.
Yo no podía medir entonces todas las incómodas consecuencias de este propósito.
Os lo confieso: es muy duro vivir con un Cristo Roto. Tiene que acabar uno por quebrarse y partirse como El.
A los primeros cristianos les bastaba ver la Imagen de un Crucificado para conmoverse.
Al mundo, en veinte siglos de Cristianismo, se le ha endurecido el corazón. Ya nos hemos hecho a mirar impávidos a Cristo en la Cruz. Hasta nos parece normal y obligado.
¿Necesitará Cristo de una nueva representación dolorosa para llegarnos al alma?
Es un angustioso compromiso tener un Cristo Roto y no poder restaurarlo.
¿Qué hacer con El?
Eso es lo que yo me preguntaba cuando lo volví a tomar en mis manos.
Lo lógico hubiera sido colocarlo en una Cruz, puesto que lo estaba reclamando la postura crucificada de su cuerpo. Es un grito que exige una cruz.
Y yo estaba seguro que en el momento en que se la diera, mi Cristo hallaría en ella más cómodo reposo.
Me consolé: darle una cruz a un Cristo no es problema.
Y busqué un metro para tomar las medidas y encargarla a un carpintero.
Empecé a medir al Cristo. Primero, el tramo vertical: de la cabeza a los pies.
Ahora, el horizontal: de un brazo al otro; de la mano derecha a la izquierda.
Pero me quedé con el metro en el aire, sin podérselo aplicar.
Ni siquiera lo podía acostar en su Cruz.
¡Qué angustioso tener un Cristo Roto!
Imposible. No tenía mano derecha. Le faltaba, entero, el brazo derecho.
Ni siquiera lo podía Crucificar: que es su descanso.
Tendría que oír toda mi vida el grito de aquel cuerpo mutilado con sed divina de una imposible Cruz.
Y fui enrollando lentamente el metro entre mis dedos avergonzados, mientras contemplaba confuso a mi pobre Cristo fracasado.
—Señor, te quitaron el brazo derecho entero. Te lo arrancaron de raíz. No te dejaron ni muñón siquiera. Estás peor que aquel limpiabotas de Llanes, en Asturias, al que le faltaba la mano derecha; pero le había quedado un muñón que él mandó rematar en un gancho de hierro. Sujetaba, en el gancho la gamuza de lustrar; y entre la mano izquierda y el gancho de hierro, la movía con fuerza insospechada, presionando mi pie y sacando brillo a mis zapatos.
Señor, tú estás peor que aquel limpiabotas. No te dejaron ni un poco de brazo. Ni un muñón siquiera.
Estás manco, Cristo. Pero ¡no eres manco, no! ¡Qué bien haces todas las cosas, Dios!
¿Sabes a quién me recuerdas?
Perdóname. Yo a Ti te digo todos mis pensamientos. Me recuerdas otra escultura: La Victoria de Samotracia. Le faltan los dos brazos. Y a la Venus de Milo también. Pero ellas no necesitan los brazos. A la Victoria le bastan las alas, que agita caudalosas en el aire. Y a la Venus de Milo le sobra con su hermosura. Dicen que hasta está más bella sin los brazos.
Pero es que Tú, Crucificado, necesitas los brazos. ¿Cómo crucificarte sin el brazo derecho?
Y, ¡no puedes bendecirme! ¡Te falta la mano derecha! ¡Un Cristo incapaz de bendecir!
—¡Tonto! —oí muy quedamente—. Dios también bendice con la izquierda. Un Cristo, todo El, aun sin brazos, ¡es Infinita Bendición!
* * *
La misma tarde que compré mi Cristo Roto le pregunté al anticuario del “Jueves”, en Sevilla, por el brazo derecho:
—¿No habrá modo de localizarlo?
—Imposible —me contestó—. No crea usted que no revolvimos ya todo el pajar de Aracena, en donde estaba tirada la Imagen mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda; y se la pegamos, ya lo ve usted, provisionalmente … Pero de la mano derecha, ni rastro. Y se lo repito: revolvimos todo el pajar. No dimos con ella. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar la mano derecha del Cristo.
—El anticuario de Sevilla no sabía, Señor, por dónde andaba tu mano derecha. La buscó en Aracena, inútilmente, como aguja en un pajar.
Pero Tú, mi Cristo Roto, sí que lo sabes. ¡Vaya si sabes por dónde anda tu mano derecha! ¿Verdad?
¡Tu mano derecha! Un día la desclavaste para abrazarlo contra tu pecho —¡qué bien lo pintó Murillo!— al Pobrecito de Asís, mientras el santo daba un puntapié al fausto del mundo. Otra tarde, en la leyenda toledana del Cristo de la Vega, la volviste a desclavar para extenderla en el aire, y prestar juramento ante el juez como testigo, en un litigio amoroso …
Tu mano derecha. ¿Quién puede localizarla? La estás desclavando continuamente. Y se te escapa siempre. No me extraña que no la tengas. Se te arranca, y anda por ahí, invisible, pero eficaz, haciendo de las suyas.
¿Quién no siente, de vez en cuando, el roce suave de la mano llagada de Cristo? Esa mano irresistible que sin llamar a la puerta se mete en todas partes.
En el Hospital se posa sobre la frente enfebrecida del enfermo, y la refresca.
En el lecho de muerte le cierra suavemente los ojos al agonizante y es paz eterna en su rostro dormido.
En la Oficina, en el Despacho, en la Fábrica, obliga a que el rostro sudoroso, inclinado hacia la tierra, hacia la materia, levante los ojos y mire al cielo.
En el Cine, en el Teatro, en el Espectáculo, se cuela de puntillas, como una ráfaga luminosa y musical, tras una imagen, una palabra, un gesto.
En el Cabaret, en el Muladar, en el Fango, es un ruido imprevisto, una falsa alarma inquietante. (—¿Quién anda ahí? —No, no es nada—). ¡Sí, es la mano derecha de Cristo!
Para el desesperado es un dulcísimo tirón que lo frena: —¡Déjame! —¡No! ¡No! ¡No te dejo!
Para el pobre, el calumniado, el triste, el fracasado, el solo, el incomprendido…
No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano derecha de Cristo. Nos sigue en todos los caminos. Avanzamos por un paisaje fantástico e invisible en el que la mano de Cristo se ha multiplicado hasta el infinito, acariciándonos, levantándonos, perdonándonos … Está en el aire, en la luz, en el árbol, en la sombra, en la arena, en la ola, en la nieve, en la lluvia, en la noche…
Y es luz, es caricia, es relámpago, es freno, es llanto, es fuego, es sonrisa, es perdón, es paciencia …
La vida es una selva virgen donde todas las hojas de los árboles son manos y manos llagadas de Cristo.
¿Quién podrá atravesar la vida sin rozar las hojas de la selva?
Vivir es andar entre las llagas de Cristo.
Nos lleva en las palmas de sus manos.
Detrás de cada línea del Evangelio está la mano derecha de Cristo haciendo bien a los hombres: niños, sordos, tullidos, leprosos, ciegos, pecadores, paralíticos…
La vida de la humanidad sigue siendo un Evangelio que se escribe todos los días. Detrás de cada palabra palpita, escondida, la actividad misericordiosa de la mano de Cristo. ¿Qué sería de nosotros si no fuera por su mano agujereada?
A mi Cristo Roto le arrancaron la derecha. El anticuario de Sevilla no daba con ella.
¡Y eso que está en todas partes, infinitamente multiplicada, en prodigiosa actividad, volando como un ala de un dolor a otro dolor!
Mí Cristo Roto no tiene mano derecha. Ya lo veis. Pero no hay que buscarla. A lo mejor, en estos momentos, alguno de vosotros, amigos, siente el roce de sus dedos —pellizco, empujón, caricia— en el fondo de su alma.
* * *
Mientras la derecha vuela atareadísima de alma en alma, la izquierda, la única que le quedó a mi Cristo —ya lo veis— está quieta, inmóvil. No hace nada. Parece que ni se entera, ni sabe nada de lo que anda haciendo la derecha.
Qué bien cumple mi Cristo Roto su propia lección moderadora de actividades … “que no se entere tu mano izquierda de lo que hace la derecha”.
Así, sin alardes exhibicionistas.
Nosotros necesitamos las dos manos, para que se enteren todos de nuestra actividad. Es el gesto teatral de nuestras buenas obras.
¿Va a haber lista? ¿Se va a publicar? Figurará en alguna parte, ¿no? Entonces sí colaboramos. Y hasta llegaríamos a abrir la cartera, con las dos manos.
Necesitamos las dos manos para emplearlas teatralmente en la grandilocuencia de nuestro gesto, porque buscamos el aplauso de los demás. Y para aplaudir hacen falta también las dos manos.
Hacer el bien a quien no pueda aplaudir.
Para que aplauda Dios.
Prefiero el aplauso de mi Cristo Manco que puede y sabe aplaudirme —¡qué divina música!— con una sola mano. Esta. La que tiene libre; porque la otra, la derecha, ¡sólo El sabe por dónde anda, ajetreadísima, a estas horas!
Estoy oyendo, amigos, que mi Cristo Roto dice:
—Sí, está bien todo lo que has comentado. Pero no es eso precisamente lo que yo quería enseñarte en esta mutilación de mi derecha. Quería, que al verme así, sacaras otra consecuencia.
—¿Cuál, Señor?
—Que estoy manco, que necesito un brazo, que echo de menos una mano.
—Ya te dije el primer día, cuando te compré en Sevilla, que te mandaría restaurar, que quedarías completo … Y fuiste Tú quien te opusiste. No me dejaste.
—No seas tonto. No quiero una mano de madera. ¿Para qué me sirve? Necesito un brazo y una mano, vivos; de carne.
—¿De carne?
—Sí, tú, vosotros. Todos los católicos, todos los bautizados, podéis y debéis ser mi mano. Os necesito. Me hacen falta brazos. Y manos. Tú debes ser mi mano para tu hermano. Eres mi mano, cuando no empujas al que va a caer, sino que le afirmas para mantenerse en pie. Eres mi mano, cuando no hieres ni pegas, sino confortas y animas. Eres mi mano, cuando ayudas al ciego a pasar a la acera de enfrente. Eres mi mano, cuando se la ofreces a tu enemigo y le estrechas la suya. Eres mi mano, cuando recomiendas con todo interés; cuando consigues una colocación; cuando brindas posibilidades de trabajo; cuando enseñas un camino nuevo o abres una puerta cerrada a tantos fracasados de la vida. Eres mi mano, cuando das con sacrificio, cuando curas, cuando alivias, cuando descargas un poco de la cruz de los demás cargándola sobre tus hombros.
Todos, por bautizados, sois miembros de mi Cuerpo Místico. Hay miembros y miembros. ¿No te gustaría ser mi mano derecha?
No tienes, tal vez, ni título aristocrático, ni universitario. No ostentas un alto cargo, honorífico o profesional, en la Sociedad.
Y aunque lo poseyeras, ¿no te gustaría llevar el más soberano título y desempeñar el más nobilísimo cargo, siendo en tu vida, entre los que te rodean, la Mano Derecha de Cristo?
Querías que me restaurara un tallista añadiéndome un pedazo de madera. ¿No quieres ser tú el restaurador, añadiendo tu misma mano a este hombre mutilado que no tiene brazo?
Todos debíais tener un Cristo Roto, para que no olvidarais que el Cristo Místico, la Iglesia, está incompleta. Y hay que añadirle todo lo que le falta.
Si besas un Cristo perfecto con sus dos brazos enteros, te quedas muy tranquilo y piensas: “Yo no tengo ya nada que hacer. Sobre tan bellas manos sólo faltaba un beso: ya está”.
Si besaras un Cristo Manco, acabarías por oír el grito de su hombro despojado del brazo y de la mano: ¡Necesito un brazo! ¿Quién quiere echarme una mano? ¿Nadie quiere ser mi brazo derecho?
Y te pegarías tú mismo, como un ala viva, a mi hombro mutilado.
¡Anda, lo necesito, échame una mano!
—Pero en mi talla, Señor, sólo tienes una mano, la izquierda.
—Es verdad. Y, ¿qué?
—Se me ocurre una tontería: que si Tú fueras solamente hombre, podríamos decir de Ti que también tienes una buena mano izquierda. Pero en ese sentido en que se lo aplicamos a los hombres: “Fulano, ¡tiene una mano izquierda!” “¡No, no lo intente usted; para eso hace falta mucha mano izquierda, y usted no la tiene”. Y Tú, Cristo, Tú tampoco tienes mano izquierda en este sentido humano de manejos subterráneos y tortuosos. No, en la vida hace falta manejar mucho la izquierda. Si no, se fracasa. Como Tú. Con una sola mano no se flota bien a la larga; hay que nadar con las dos. Y a Ti te faltó mano izquierda. Así te ha ido a Ti. Te Crucificaron. Y ahora te mutilan. Al que tiene buena mano izquierda no le crucifican nunca. Ahí está precisamente todo…
Yo sentí que mi Cristo sonreía silencioso.
—¡Qué poco y mal me conocéis! Claro que yo también tengo mano izquierda…
—¿Tú, Señor?
—¿Qué sería de vosotros, los hombres, si Yo no tuviera mano izquierda? La tengo. Pero no para evitar que me crucifiquen, sino para conseguir que mi Padre no os condene a vosotros eternamente. Yo no uso mi mano izquierda para salvarme a mí de la Cruz, sino para salvaros a vosotros del infierno. ¿Lo comprendes ahora?
—A medias sólo, Señor.
* * *
Todo el juego, toda la aventura divina y trágica de nuestra vida está en dejarnos coger por las manos de Dios. El trata de hacernos suyos. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligroso: nuestra libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente. Podría apoderarse de nosotros violando nuestra libertad. No le interesa. Quiere amor. Por conquista, de su parte; por libre entrega, de la nuestra. Para conquistarnos dispone de dos manos: la derecha y la izquierda; que representan dos técnicas y dos tácticas opuestas.
La mano “derecha” es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. Entra directa. No se disfraza. Actúa de día. A pleno sol. Habla en tono normal. Es de todas las horas.
La mano “izquierda” busca atajos, o da rodeos; es cálculo y diplomacia; no tiene prisa; se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a distancia. Finge la voz. Se ampara en la sombra. O aguarda a la noche. Pasa a gritos como un ciclón. O en silencio como un puñal.
Pero, aunque “izquierda”, ni es maquiavélica, ni traidora. Porque la mueve el amor.
Para cada alma Dios tiene dos manos; pero las emplea de modo distinto en cada caso; porque todas las almas son diferentes. Y la conquista de cada una es un juego personalísimo de Dios y de ella, que no vuelve jamás a repetirse el mismo; porque no puede repetirse jamás, exacta, ni un alma ni su historia.
Hay almas que se dejan coger por la mano derecha.
En otras alternan, izquierda y derecha, las dos manos divinas.
Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.
Con la derecha, como a palomas blancas, o a ovejas dóciles, cogió Dios a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas: la española y la francesa… No es que la mano derecha elimine la lucha. No, ni el dolor, ni la renunciación. Pero es cara a cara. A pleno sol.
Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan. Entonces entra en juego la izquierda. Pero en la sombra, sin dar la cara, buscando un disfraz. La mano de Dios —¡su amor!— inventa una ingeniosa y divina metamorfosis y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche.
El relámpago ciega a Pablo, a quien no lograron iluminar los ojos clarísimos y agonizantes de Esteban en su martirio; que quiso ser mano derecha de Dios. El relámpago lo ciega, sepultándolo en la noche, para que en estas tinieblas, estalle la luz nueva de Damasco.
La bala de un cañón francés le desjarreta la pierna, consiguiendo su rendición, a Ignacio de Loyola, que había resistido y rechazado, sin capitular jamás, todos los suaves ataques de la mano derecha de Dios.
El quiquiriquí de un gallo que acuchilla la noche tiene más elocuencia para Pedro que las palabras directas y transparentes del Maestro. Lo entiende ya todo. Y rompe a llorar.
Y la rebeldía intelectual de Agustín, que flotó siempre con la cabeza erguida sobre todas las procelosas y oceánicas tormentas de sus pensamientos, acaba por perecer ahogada en los dos mansos arroyos de lágrimas que ruedan por las mejillas de su madre Mónica.
* * *
¡La mano izquierda de Dios!
Aquí está, Cristo; es la que te dejaron; parece que no hace nada, perezosa e inmóvil; mientras la otra, la derecha, en un vértigo de actividades, anda en vuelo por las conciencias.
Y, sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin tu mano izquierda?
¿Me equivoco, Señor, si afirmo que a aquel que te profanó y te mutiló en esta Imagen Rota de la Sierra de Aracena, lo salvó, en definitiva, tu mano izquierda?
Te arrancó de cuajo la derecha. Pero te dejó la izquierda, que fue su salvación.
¡Quién se lo iba a decir!
Con el abuso de tus bondades y de nuestra libertad, hacemos casi inútil la actividad, en nosotros, de tu suavísima mano derecha. La estamos rechazando continuamente.
Y tú vuelves, incansable, a tu conquista amorosa.
Tu mano derecha nos cerca, nos persigue, nos asedia cariñosamente.
Trata de ser freno que nos detenga; la separamos bruscamente dejando libre de tu estorbo nuestro descarriado camino: ¡Apártate!
Quiere alzarnos del barro en que caímos; se nos prende como un ala, hacia arriba, en los hombros; nos la arrancamos: ¡Hoy no quiero volar; mañana! Déjame.
Se nos mete en el pecho por ver si logra ablandar nuestro corazón de basalto; al sentirla lo endurecemos más: ¡Eso para los niños y las vie-jas, yo soy un hombre! Vete.
Se coloca sobre nuestro cuello, ensayando enlazar fraternalmente nuestra espalda abatida y fracasada; la esquivamos molestos: ¡No necesito ni compañía ni consuelo! Fuera.
Nos sigue en la noche pecadora; asiste al sórdido contrato, penetra en la casa equívoca, es un sollozo en nuestra prevaricación, nos va pisando los talones en nuestro camino asqueado de vuelta… hasta que nos volvemos furiosos y le gritamos: ¿Cuándo me vas a dejar en paz?
Yo ya no soy un niño. Soy un hombre libre. Hago lo que quiero. ¡Déjame ya de una vez!
Desvirtuamos el buen ejemplo: ¡Todo está calculado!
Nos reímos del libro aleccionador: ¡Para los ingenuos!
Esterilizamos un buen consejo: ¡Yo no se lo he pedido!
Nos reímos de un aviso providencial en otros: ¡Qué tontería; son cosas que tienen que suceder!
Y a manotazos bruscos y desalmados alejamos continuamente de nuestro alrededor esa mano derecha de Dios, que suave, callada, insinuante, dolorida y paternal, trataba aleteando de ser caricia, sonrisa, vuelo, esperanza, perfume, óleo y beso en nuestra vida.
* * *
Nos estorba la mano derecha de Dios.
Y además no la necesitamos para nada. Porque no echamos de menos a Dios.
Si están en nuestra mano los elementos de nuestra felicidad, ¿qué falta nos hace esa mano pesada, molesta y cargante de Dios?
Tenemos un buen puesto en la sociedad, ¿qué mejor trampolín para nuestros sueños?
Nos sobra el dinero, ¿qué falta hace Dios? No hay mejor Dios que la cartera repleta.
O podemos derrochar juventud y fuerzas físicas; que valen más que el dinero.
Por eso, al menos por ahora, ¡que me deje Dios en paz!
Y Dios retira entonces, muchas veces, su mano derecha. La hemos hecho prácticamente inútil para nosotros.
A veces, con su mano derecha, se retira también Dios. Y quedamos solos.
Soledad misteriosa y trágica. Pavoroso preludio de la soledad eterna.
Otras veces, muchas —¡qué suerte entonces!—, Dios no se da por vencido. Retira la derecha, pero desclava la izquierda. Deja a la derecha en reserva y en descanso. Ya volverá a usarla después. Y juega con la izquierda. Y qué irresistible Cristo cuando se decide a emplearla. ¡Nadie maneja la mano izquierda mejor que Dios!
Sus recursos son infinitos.
Ayer la disfrazó de gallo, de relámpago, de cañón primitivo.
Hoy la disimula con más modernos y actuales disfraces. Es el Ser más actual. Va en la vanguardia de todos los tiempos.
Se rompe una presa que arrasa mis fincas, mis granjas y mi fábrica. Y me quedo en la calle.
Tengo un descuido inexplicable en el trabajo y la máquina me siega un brazo. Ahora, ¿qué va a ser de mí?
Íbamos en coche a cien por hora, nos salió impensadamente un camión por la derecha, chocamos y murieron en el acto mi mujer y un hijo. Yo me salvé por milagro. Quedé destrozado en el cuerpo y en el alma. Cuando salga de la clínica, ¿qué haré?
Jamás he tenido una enfermedad; pero me dice el médico que tengo no sé qué de corazón. Ni alcohol, ni tabaco, ni trasnochar, ni… exceso alguno. Todo eso, ¿a mi edad?
Yo siempre tuve un enemigo envidioso del que triunfé siempre; pero ayer logró, con una zancadilla, echarme del puesto que tenía. Menos mal que pude escapar de no ir a la cárcel. ¿Dónde me escondo? Me da vergüenza salir a la calle.
¿Quiere usted creer que la única hija que tengo, terminada ya la carrera, una delicia de criatura, me sale ahora con que se va, monja de clausura, con las Carmelitas Descalzas?
Tengo veintidós años. Me rifaban las chicas del barrio. Estoy en cama desde hace dos meses y me acaba de decir un buen amigo que esto mío de la pierna es cáncer de hueso. Y, ¿me voy yo a morir a los veintidós años? ¡Yo no espero a que venga la muerte! ¡Que te lo has creído!
* * *
Ante la mano izquierda de Dios, que cuando actúa irrumpe casi siempre, inesperada e implacable en nuestra existencia, la primera reacción es un rito de protesta, de rebeldía y desesperación.
Olvidamos la presa, el coche, el traidor, el cáncer, la muerte, el accidente; porque adivinamos que ellos no tienen, en definitiva, la culpa; que son intermediarios de otra causa imperiosa, más alta e inasequible, que los mueve y aprovecha. Presentimos a Dios como responsable último de este dolor, que por ser tan terriblemente profundo, no puede venir de las criaturas; y lógicamente, nos encaramos con Dios, con el culpable.
Y le gritamos. Le preguntamos: ¿Por qué? ¿Por qué? Le exigimos. Le emplazamos. Le desafiamos. Le condenamos. Es injusto, cruel, des-piadado, no tiene corazón ni entrañas de padre.
¿Padre? Si fuera padre, ¡no me trataría así!
Y nos revolvemos, acorralados e impotentes, destrozados y aniquilados, contra la terrible mano izquierda de Dios.
Gritamos. Protestamos. Nos rebelamos.
Luego nos quedamos solos.
Vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes.
Y, sin darnos cuenta, la primera oración.
Volvemos a protestar. Contra Dios. Y contra nuestra primera oración.
Sucede el cansancio.
Otra vez solos.
Las lágrimas ya son más serenas.
Ya rezamos sin protestar.
Tenemos ganas de besar algo … ¿Qué?
Sí. Eso. Ya lo encontramos: un crucifijo.
Y con un beso le decimos a Dios que está bien, que lo que El disponga.
* * *
Terrible. Violenta. Dura. Implacable.
Pero: ¡bendita mano izquierda de Dios!
Es el beso que más cuesta dar.
Pero el más sabroso de todos los besos.
Lo más difícil es dar el primero. Después… ya no se puede vivir sin besar la mano izquierda de Dios.
Y se formulan “absurdas” expresiones:
—”Bendita presa que se rompió. Arrasó mi fábrica. Pero, ¡me acercó a Dios!”
—Tengo veintidós años y un cáncer de hueso. Nunca he sido tan feliz como ahora.
—Aunque me devolvieran la salud, no querría. He aprendido muchas cosas insospechadas.
—¿Mi hija monja? ¿Qué sería de mí sin ella? ¿Quiere usted saber la verdad? Ofreció su vida en clausura por mi salvación. Yo andaba muy lejos de Dios.
* * *
Estoy pensando, Cristo mío Roto, que en la tarde del Primer Viernes Santo, cuando los hombres te clavaron en la Cruz y se alzó en la historia el primer Crucifijo Vivo, junto a Ti, a ambos lados, izquierda y derecha, se alzaron otros dos crucifijos vivos, de carne, también, los dos Ladrones.
Eran ladrones, pero Tú los querías y los habías perseguido toda su vida con tu mano derecha. Inútil. Se te escapaban siempre.
Entonces decidiste emplear tu izquierda, que disfrazaste en forma de cruz.
Y éste es el disfraz primitivo y verdadero de tu mano izquierda: la Cruz.
El accidente de trabajo, la presa rota, el choque de automóvil, el fracaso, el cáncer… —¡tu mano izquierda!— ¿no siguen siendo cruces en las que nos crucifica el dolor?
A los dos Ladrones les hiciste el regalo supremo de tu Cruz: de tu mano izquierda. Y colocaste sus cruces a tu lado, haciendo; juego con tu Cruz, para que con sólo volver la cabeza aprendieran de Ti a besar la mano izquierda del Padre.
Uno —dicen que el de la derecha—, después de haber rechazado tantas veces en vida tu mano derecha, aceptó la cruz de tu izquierda y por la izquierda saltó al Reino de los Cielos: “Hoy estarás Conmigo en el Paraíso”.
Pero el otro —dicen que el de la izquierda—, acostumbrado a rechazar siempre tu mano, no supo distinguir la última oportunidad y entrenado rabiosamente en rebeldía, rechazó también tu izquierda: “Si tú eres Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Hizo fracasar tus dos manos, la izquierda y la derecha. Se retorcía desesperado y blasfemante en la más espantosa de las agonías, tan cerca de tus manos, abiertas hasta descoyuntarse para salvarlo y que empezaban ya a enfriarse en la Cruz por la muerte y el fracaso.
Lo quisiste abrazar con tu izquierda y tu derecha.
Pero te quedaste para siempre con el abrazo frustrado entre tus manos burladas.
Y eso que lo colocaste al lado de tu Corazón: a tu izquierda.
La izquierda está más cerca de tu Corazón que la mano derecha.
Naturalmente: porque sólo usas la izquierda con aquellos que misteriosa y privilegiadamente ama tu Corazón.
Pero, claro, como todo es cuestión de amor, también, recíprocamente, para aceptar la cruz implacable de tu izquierda hay que tener corazón.
Porque también los hombres tenemos en nuestra mano el hacer fracasar la mano izquierda de Dios.
* * *
Cristo mío Roto:
Ahora sí que no te mando restaurar ya nunca.
Te quiero así junto a mí siempre: sin mano derecha. Sólo con tu izquierda.
Para mirarla mucho y hacerme a ella.
Para arrimarme mucho a su sombra y perderle el miedo.
Para besarla mucho, mucho… de modo que mis labios se entrenen en ese beso difícil.
Y sobre todo, Señor, para estar seguro, que si te fallara conmigo tu dulcísima mano derecha, emplearías, para salvarme, tu terrible mano izquierda.
Cristo mío Roto:
Te lo digo en nombre mío y de todos los amigos televidentes que te están viendo en la pantalla, manco de la derecha, ofreciéndonos tu izquierda.
Te lo digo en nombre de todos, porque todos somos valientes para pedírtelo desde ahora.
Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu derecha, desclava tu izquierda; disfrázala de lo que quieras: fracaso, calumnia, ruina, accidente, cáncer, muerte.
Cristo Roto:
que seamos hijos de tu mano.
De tu derecha,
¡o de tu izquierda!
Señor, estoy pensando que yo siempre tuve devoción a tu izquierda. Hace años, muchos años, yo te escribí estos versos íntimos. Permíteme que hoy los diga en voz alta:
“Dame una mano tuya, aunque sea la izquierda.
Lo mismo da, si es tuya.
Si yo cojo tu manó, no hay miedo que yo huya.
Si tú coges mi mano, no hay miedo que me pierda.
Dame una mano tuya, aunque sea tu izquierda.”
* * *
Hasta mañana, amigos.
Una sugerencia, antes de marchar.
A la cabecera de tu cama, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado en la Cruz.
¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano izquierda? Y que sea, lo que sea. Atrévete.
Buenas noches, amigos.
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Anoche —lo recordáis— le prometí a mi Cristo Roto, obligado por sus ineludibles y suaves urgencias, que no lo restauraría jamás. Que lo conservaría así, Roto, toda mi vida, a mi lado.
Yo no podía medir entonces todas las incómodas consecuencias de este propósito.
Os lo confieso: es muy duro vivir con un Cristo Roto. Tiene que acabar uno por quebrarse y partirse como El.
A los primeros cristianos les bastaba ver la Imagen de un Crucificado para conmoverse.
Al mundo, en veinte siglos de Cristianismo, se le ha endurecido el corazón. Ya nos hemos hecho a mirar impávidos a Cristo en la Cruz. Hasta nos parece normal y obligado.
¿Necesitará Cristo de una nueva representación dolorosa para llegarnos al alma?
Es un angustioso compromiso tener un Cristo Roto y no poder restaurarlo.
¿Qué hacer con El?
Eso es lo que yo me preguntaba cuando lo volví a tomar en mis manos.
Lo lógico hubiera sido colocarlo en una Cruz, puesto que lo estaba reclamando la postura crucificada de su cuerpo. Es un grito que exige una cruz.
Y yo estaba seguro que en el momento en que se la diera, mi Cristo hallaría en ella más cómodo reposo.
Me consolé: darle una cruz a un Cristo no es problema.
Y busqué un metro para tomar las medidas y encargarla a un carpintero.
Empecé a medir al Cristo. Primero, el tramo vertical: de la cabeza a los pies.
Ahora, el horizontal: de un brazo al otro; de la mano derecha a la izquierda.
Pero me quedé con el metro en el aire, sin podérselo aplicar.
Ni siquiera lo podía acostar en su Cruz.
¡Qué angustioso tener un Cristo Roto!
Imposible. No tenía mano derecha. Le faltaba, entero, el brazo derecho.
Ni siquiera lo podía Crucificar: que es su descanso.
Tendría que oír toda mi vida el grito de aquel cuerpo mutilado con sed divina de una imposible Cruz.
Y fui enrollando lentamente el metro entre mis dedos avergonzados, mientras contemplaba confuso a mi pobre Cristo fracasado.
—Señor, te quitaron el brazo derecho entero. Te lo arrancaron de raíz. No te dejaron ni muñón siquiera. Estás peor que aquel limpiabotas de Llanes, en Asturias, al que le faltaba la mano derecha; pero le había quedado un muñón que él mandó rematar en un gancho de hierro. Sujetaba, en el gancho la gamuza de lustrar; y entre la mano izquierda y el gancho de hierro, la movía con fuerza insospechada, presionando mi pie y sacando brillo a mis zapatos.
Señor, tú estás peor que aquel limpiabotas. No te dejaron ni un poco de brazo. Ni un muñón siquiera.
Estás manco, Cristo. Pero ¡no eres manco, no! ¡Qué bien haces todas las cosas, Dios!
¿Sabes a quién me recuerdas?
Perdóname. Yo a Ti te digo todos mis pensamientos. Me recuerdas otra escultura: La Victoria de Samotracia. Le faltan los dos brazos. Y a la Venus de Milo también. Pero ellas no necesitan los brazos. A la Victoria le bastan las alas, que agita caudalosas en el aire. Y a la Venus de Milo le sobra con su hermosura. Dicen que hasta está más bella sin los brazos.
Pero es que Tú, Crucificado, necesitas los brazos. ¿Cómo crucificarte sin el brazo derecho?
Y, ¡no puedes bendecirme! ¡Te falta la mano derecha! ¡Un Cristo incapaz de bendecir!
—¡Tonto! —oí muy quedamente—. Dios también bendice con la izquierda. Un Cristo, todo El, aun sin brazos, ¡es Infinita Bendición!
* * *
La misma tarde que compré mi Cristo Roto le pregunté al anticuario del “Jueves”, en Sevilla, por el brazo derecho:
—¿No habrá modo de localizarlo?
—Imposible —me contestó—. No crea usted que no revolvimos ya todo el pajar de Aracena, en donde estaba tirada la Imagen mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda; y se la pegamos, ya lo ve usted, provisionalmente … Pero de la mano derecha, ni rastro. Y se lo repito: revolvimos todo el pajar. No dimos con ella. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar la mano derecha del Cristo.
—El anticuario de Sevilla no sabía, Señor, por dónde andaba tu mano derecha. La buscó en Aracena, inútilmente, como aguja en un pajar.
Pero Tú, mi Cristo Roto, sí que lo sabes. ¡Vaya si sabes por dónde anda tu mano derecha! ¿Verdad?
¡Tu mano derecha! Un día la desclavaste para abrazarlo contra tu pecho —¡qué bien lo pintó Murillo!— al Pobrecito de Asís, mientras el santo daba un puntapié al fausto del mundo. Otra tarde, en la leyenda toledana del Cristo de la Vega, la volviste a desclavar para extenderla en el aire, y prestar juramento ante el juez como testigo, en un litigio amoroso …
Tu mano derecha. ¿Quién puede localizarla? La estás desclavando continuamente. Y se te escapa siempre. No me extraña que no la tengas. Se te arranca, y anda por ahí, invisible, pero eficaz, haciendo de las suyas.
¿Quién no siente, de vez en cuando, el roce suave de la mano llagada de Cristo? Esa mano irresistible que sin llamar a la puerta se mete en todas partes.
En el Hospital se posa sobre la frente enfebrecida del enfermo, y la refresca.
En el lecho de muerte le cierra suavemente los ojos al agonizante y es paz eterna en su rostro dormido.
En la Oficina, en el Despacho, en la Fábrica, obliga a que el rostro sudoroso, inclinado hacia la tierra, hacia la materia, levante los ojos y mire al cielo.
En el Cine, en el Teatro, en el Espectáculo, se cuela de puntillas, como una ráfaga luminosa y musical, tras una imagen, una palabra, un gesto.
En el Cabaret, en el Muladar, en el Fango, es un ruido imprevisto, una falsa alarma inquietante. (—¿Quién anda ahí? —No, no es nada—). ¡Sí, es la mano derecha de Cristo!
Para el desesperado es un dulcísimo tirón que lo frena: —¡Déjame! —¡No! ¡No! ¡No te dejo!
Para el pobre, el calumniado, el triste, el fracasado, el solo, el incomprendido…
No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano derecha de Cristo. Nos sigue en todos los caminos. Avanzamos por un paisaje fantástico e invisible en el que la mano de Cristo se ha multiplicado hasta el infinito, acariciándonos, levantándonos, perdonándonos … Está en el aire, en la luz, en el árbol, en la sombra, en la arena, en la ola, en la nieve, en la lluvia, en la noche…
Y es luz, es caricia, es relámpago, es freno, es llanto, es fuego, es sonrisa, es perdón, es paciencia …
La vida es una selva virgen donde todas las hojas de los árboles son manos y manos llagadas de Cristo.
¿Quién podrá atravesar la vida sin rozar las hojas de la selva?
Vivir es andar entre las llagas de Cristo.
Nos lleva en las palmas de sus manos.
Detrás de cada línea del Evangelio está la mano derecha de Cristo haciendo bien a los hombres: niños, sordos, tullidos, leprosos, ciegos, pecadores, paralíticos…
La vida de la humanidad sigue siendo un Evangelio que se escribe todos los días. Detrás de cada palabra palpita, escondida, la actividad misericordiosa de la mano de Cristo. ¿Qué sería de nosotros si no fuera por su mano agujereada?
A mi Cristo Roto le arrancaron la derecha. El anticuario de Sevilla no daba con ella.
¡Y eso que está en todas partes, infinitamente multiplicada, en prodigiosa actividad, volando como un ala de un dolor a otro dolor!
Mí Cristo Roto no tiene mano derecha. Ya lo veis. Pero no hay que buscarla. A lo mejor, en estos momentos, alguno de vosotros, amigos, siente el roce de sus dedos —pellizco, empujón, caricia— en el fondo de su alma.
* * *
Mientras la derecha vuela atareadísima de alma en alma, la izquierda, la única que le quedó a mi Cristo —ya lo veis— está quieta, inmóvil. No hace nada. Parece que ni se entera, ni sabe nada de lo que anda haciendo la derecha.
Qué bien cumple mi Cristo Roto su propia lección moderadora de actividades … “que no se entere tu mano izquierda de lo que hace la derecha”.
Así, sin alardes exhibicionistas.
Nosotros necesitamos las dos manos, para que se enteren todos de nuestra actividad. Es el gesto teatral de nuestras buenas obras.
¿Va a haber lista? ¿Se va a publicar? Figurará en alguna parte, ¿no? Entonces sí colaboramos. Y hasta llegaríamos a abrir la cartera, con las dos manos.
Necesitamos las dos manos para emplearlas teatralmente en la grandilocuencia de nuestro gesto, porque buscamos el aplauso de los demás. Y para aplaudir hacen falta también las dos manos.
Hacer el bien a quien no pueda aplaudir.
Para que aplauda Dios.
Prefiero el aplauso de mi Cristo Manco que puede y sabe aplaudirme —¡qué divina música!— con una sola mano. Esta. La que tiene libre; porque la otra, la derecha, ¡sólo El sabe por dónde anda, ajetreadísima, a estas horas!
Estoy oyendo, amigos, que mi Cristo Roto dice:
—Sí, está bien todo lo que has comentado. Pero no es eso precisamente lo que yo quería enseñarte en esta mutilación de mi derecha. Quería, que al verme así, sacaras otra consecuencia.
—¿Cuál, Señor?
—Que estoy manco, que necesito un brazo, que echo de menos una mano.
—Ya te dije el primer día, cuando te compré en Sevilla, que te mandaría restaurar, que quedarías completo … Y fuiste Tú quien te opusiste. No me dejaste.
—No seas tonto. No quiero una mano de madera. ¿Para qué me sirve? Necesito un brazo y una mano, vivos; de carne.
—¿De carne?
—Sí, tú, vosotros. Todos los católicos, todos los bautizados, podéis y debéis ser mi mano. Os necesito. Me hacen falta brazos. Y manos. Tú debes ser mi mano para tu hermano. Eres mi mano, cuando no empujas al que va a caer, sino que le afirmas para mantenerse en pie. Eres mi mano, cuando no hieres ni pegas, sino confortas y animas. Eres mi mano, cuando ayudas al ciego a pasar a la acera de enfrente. Eres mi mano, cuando se la ofreces a tu enemigo y le estrechas la suya. Eres mi mano, cuando recomiendas con todo interés; cuando consigues una colocación; cuando brindas posibilidades de trabajo; cuando enseñas un camino nuevo o abres una puerta cerrada a tantos fracasados de la vida. Eres mi mano, cuando das con sacrificio, cuando curas, cuando alivias, cuando descargas un poco de la cruz de los demás cargándola sobre tus hombros.
Todos, por bautizados, sois miembros de mi Cuerpo Místico. Hay miembros y miembros. ¿No te gustaría ser mi mano derecha?
No tienes, tal vez, ni título aristocrático, ni universitario. No ostentas un alto cargo, honorífico o profesional, en la Sociedad.
Y aunque lo poseyeras, ¿no te gustaría llevar el más soberano título y desempeñar el más nobilísimo cargo, siendo en tu vida, entre los que te rodean, la Mano Derecha de Cristo?
Querías que me restaurara un tallista añadiéndome un pedazo de madera. ¿No quieres ser tú el restaurador, añadiendo tu misma mano a este hombre mutilado que no tiene brazo?
Todos debíais tener un Cristo Roto, para que no olvidarais que el Cristo Místico, la Iglesia, está incompleta. Y hay que añadirle todo lo que le falta.
Si besas un Cristo perfecto con sus dos brazos enteros, te quedas muy tranquilo y piensas: “Yo no tengo ya nada que hacer. Sobre tan bellas manos sólo faltaba un beso: ya está”.
Si besaras un Cristo Manco, acabarías por oír el grito de su hombro despojado del brazo y de la mano: ¡Necesito un brazo! ¿Quién quiere echarme una mano? ¿Nadie quiere ser mi brazo derecho?
Y te pegarías tú mismo, como un ala viva, a mi hombro mutilado.
¡Anda, lo necesito, échame una mano!
—Pero en mi talla, Señor, sólo tienes una mano, la izquierda.
—Es verdad. Y, ¿qué?
—Se me ocurre una tontería: que si Tú fueras solamente hombre, podríamos decir de Ti que también tienes una buena mano izquierda. Pero en ese sentido en que se lo aplicamos a los hombres: “Fulano, ¡tiene una mano izquierda!” “¡No, no lo intente usted; para eso hace falta mucha mano izquierda, y usted no la tiene”. Y Tú, Cristo, Tú tampoco tienes mano izquierda en este sentido humano de manejos subterráneos y tortuosos. No, en la vida hace falta manejar mucho la izquierda. Si no, se fracasa. Como Tú. Con una sola mano no se flota bien a la larga; hay que nadar con las dos. Y a Ti te faltó mano izquierda. Así te ha ido a Ti. Te Crucificaron. Y ahora te mutilan. Al que tiene buena mano izquierda no le crucifican nunca. Ahí está precisamente todo…
Yo sentí que mi Cristo sonreía silencioso.
—¡Qué poco y mal me conocéis! Claro que yo también tengo mano izquierda…
—¿Tú, Señor?
—¿Qué sería de vosotros, los hombres, si Yo no tuviera mano izquierda? La tengo. Pero no para evitar que me crucifiquen, sino para conseguir que mi Padre no os condene a vosotros eternamente. Yo no uso mi mano izquierda para salvarme a mí de la Cruz, sino para salvaros a vosotros del infierno. ¿Lo comprendes ahora?
—A medias sólo, Señor.
* * *
Todo el juego, toda la aventura divina y trágica de nuestra vida está en dejarnos coger por las manos de Dios. El trata de hacernos suyos. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligroso: nuestra libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente. Podría apoderarse de nosotros violando nuestra libertad. No le interesa. Quiere amor. Por conquista, de su parte; por libre entrega, de la nuestra. Para conquistarnos dispone de dos manos: la derecha y la izquierda; que representan dos técnicas y dos tácticas opuestas.
La mano “derecha” es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. Entra directa. No se disfraza. Actúa de día. A pleno sol. Habla en tono normal. Es de todas las horas.
La mano “izquierda” busca atajos, o da rodeos; es cálculo y diplomacia; no tiene prisa; se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a distancia. Finge la voz. Se ampara en la sombra. O aguarda a la noche. Pasa a gritos como un ciclón. O en silencio como un puñal.
Pero, aunque “izquierda”, ni es maquiavélica, ni traidora. Porque la mueve el amor.
Para cada alma Dios tiene dos manos; pero las emplea de modo distinto en cada caso; porque todas las almas son diferentes. Y la conquista de cada una es un juego personalísimo de Dios y de ella, que no vuelve jamás a repetirse el mismo; porque no puede repetirse jamás, exacta, ni un alma ni su historia.
Hay almas que se dejan coger por la mano derecha.
En otras alternan, izquierda y derecha, las dos manos divinas.
Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.
Con la derecha, como a palomas blancas, o a ovejas dóciles, cogió Dios a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas: la española y la francesa… No es que la mano derecha elimine la lucha. No, ni el dolor, ni la renunciación. Pero es cara a cara. A pleno sol.
Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan. Entonces entra en juego la izquierda. Pero en la sombra, sin dar la cara, buscando un disfraz. La mano de Dios —¡su amor!— inventa una ingeniosa y divina metamorfosis y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche.
El relámpago ciega a Pablo, a quien no lograron iluminar los ojos clarísimos y agonizantes de Esteban en su martirio; que quiso ser mano derecha de Dios. El relámpago lo ciega, sepultándolo en la noche, para que en estas tinieblas, estalle la luz nueva de Damasco.
La bala de un cañón francés le desjarreta la pierna, consiguiendo su rendición, a Ignacio de Loyola, que había resistido y rechazado, sin capitular jamás, todos los suaves ataques de la mano derecha de Dios.
El quiquiriquí de un gallo que acuchilla la noche tiene más elocuencia para Pedro que las palabras directas y transparentes del Maestro. Lo entiende ya todo. Y rompe a llorar.
Y la rebeldía intelectual de Agustín, que flotó siempre con la cabeza erguida sobre todas las procelosas y oceánicas tormentas de sus pensamientos, acaba por perecer ahogada en los dos mansos arroyos de lágrimas que ruedan por las mejillas de su madre Mónica.
* * *
¡La mano izquierda de Dios!
Aquí está, Cristo; es la que te dejaron; parece que no hace nada, perezosa e inmóvil; mientras la otra, la derecha, en un vértigo de actividades, anda en vuelo por las conciencias.
Y, sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin tu mano izquierda?
¿Me equivoco, Señor, si afirmo que a aquel que te profanó y te mutiló en esta Imagen Rota de la Sierra de Aracena, lo salvó, en definitiva, tu mano izquierda?
Te arrancó de cuajo la derecha. Pero te dejó la izquierda, que fue su salvación.
¡Quién se lo iba a decir!
Con el abuso de tus bondades y de nuestra libertad, hacemos casi inútil la actividad, en nosotros, de tu suavísima mano derecha. La estamos rechazando continuamente.
Y tú vuelves, incansable, a tu conquista amorosa.
Tu mano derecha nos cerca, nos persigue, nos asedia cariñosamente.
Trata de ser freno que nos detenga; la separamos bruscamente dejando libre de tu estorbo nuestro descarriado camino: ¡Apártate!
Quiere alzarnos del barro en que caímos; se nos prende como un ala, hacia arriba, en los hombros; nos la arrancamos: ¡Hoy no quiero volar; mañana! Déjame.
Se nos mete en el pecho por ver si logra ablandar nuestro corazón de basalto; al sentirla lo endurecemos más: ¡Eso para los niños y las vie-jas, yo soy un hombre! Vete.
Se coloca sobre nuestro cuello, ensayando enlazar fraternalmente nuestra espalda abatida y fracasada; la esquivamos molestos: ¡No necesito ni compañía ni consuelo! Fuera.
Nos sigue en la noche pecadora; asiste al sórdido contrato, penetra en la casa equívoca, es un sollozo en nuestra prevaricación, nos va pisando los talones en nuestro camino asqueado de vuelta… hasta que nos volvemos furiosos y le gritamos: ¿Cuándo me vas a dejar en paz?
Yo ya no soy un niño. Soy un hombre libre. Hago lo que quiero. ¡Déjame ya de una vez!
Desvirtuamos el buen ejemplo: ¡Todo está calculado!
Nos reímos del libro aleccionador: ¡Para los ingenuos!
Esterilizamos un buen consejo: ¡Yo no se lo he pedido!
Nos reímos de un aviso providencial en otros: ¡Qué tontería; son cosas que tienen que suceder!
Y a manotazos bruscos y desalmados alejamos continuamente de nuestro alrededor esa mano derecha de Dios, que suave, callada, insinuante, dolorida y paternal, trataba aleteando de ser caricia, sonrisa, vuelo, esperanza, perfume, óleo y beso en nuestra vida.
* * *
Nos estorba la mano derecha de Dios.
Y además no la necesitamos para nada. Porque no echamos de menos a Dios.
Si están en nuestra mano los elementos de nuestra felicidad, ¿qué falta nos hace esa mano pesada, molesta y cargante de Dios?
Tenemos un buen puesto en la sociedad, ¿qué mejor trampolín para nuestros sueños?
Nos sobra el dinero, ¿qué falta hace Dios? No hay mejor Dios que la cartera repleta.
O podemos derrochar juventud y fuerzas físicas; que valen más que el dinero.
Por eso, al menos por ahora, ¡que me deje Dios en paz!
Y Dios retira entonces, muchas veces, su mano derecha. La hemos hecho prácticamente inútil para nosotros.
A veces, con su mano derecha, se retira también Dios. Y quedamos solos.
Soledad misteriosa y trágica. Pavoroso preludio de la soledad eterna.
Otras veces, muchas —¡qué suerte entonces!—, Dios no se da por vencido. Retira la derecha, pero desclava la izquierda. Deja a la derecha en reserva y en descanso. Ya volverá a usarla después. Y juega con la izquierda. Y qué irresistible Cristo cuando se decide a emplearla. ¡Nadie maneja la mano izquierda mejor que Dios!
Sus recursos son infinitos.
Ayer la disfrazó de gallo, de relámpago, de cañón primitivo.
Hoy la disimula con más modernos y actuales disfraces. Es el Ser más actual. Va en la vanguardia de todos los tiempos.
Se rompe una presa que arrasa mis fincas, mis granjas y mi fábrica. Y me quedo en la calle.
Tengo un descuido inexplicable en el trabajo y la máquina me siega un brazo. Ahora, ¿qué va a ser de mí?
Íbamos en coche a cien por hora, nos salió impensadamente un camión por la derecha, chocamos y murieron en el acto mi mujer y un hijo. Yo me salvé por milagro. Quedé destrozado en el cuerpo y en el alma. Cuando salga de la clínica, ¿qué haré?
Jamás he tenido una enfermedad; pero me dice el médico que tengo no sé qué de corazón. Ni alcohol, ni tabaco, ni trasnochar, ni… exceso alguno. Todo eso, ¿a mi edad?
Yo siempre tuve un enemigo envidioso del que triunfé siempre; pero ayer logró, con una zancadilla, echarme del puesto que tenía. Menos mal que pude escapar de no ir a la cárcel. ¿Dónde me escondo? Me da vergüenza salir a la calle.
¿Quiere usted creer que la única hija que tengo, terminada ya la carrera, una delicia de criatura, me sale ahora con que se va, monja de clausura, con las Carmelitas Descalzas?
Tengo veintidós años. Me rifaban las chicas del barrio. Estoy en cama desde hace dos meses y me acaba de decir un buen amigo que esto mío de la pierna es cáncer de hueso. Y, ¿me voy yo a morir a los veintidós años? ¡Yo no espero a que venga la muerte! ¡Que te lo has creído!
* * *
Ante la mano izquierda de Dios, que cuando actúa irrumpe casi siempre, inesperada e implacable en nuestra existencia, la primera reacción es un rito de protesta, de rebeldía y desesperación.
Olvidamos la presa, el coche, el traidor, el cáncer, la muerte, el accidente; porque adivinamos que ellos no tienen, en definitiva, la culpa; que son intermediarios de otra causa imperiosa, más alta e inasequible, que los mueve y aprovecha. Presentimos a Dios como responsable último de este dolor, que por ser tan terriblemente profundo, no puede venir de las criaturas; y lógicamente, nos encaramos con Dios, con el culpable.
Y le gritamos. Le preguntamos: ¿Por qué? ¿Por qué? Le exigimos. Le emplazamos. Le desafiamos. Le condenamos. Es injusto, cruel, des-piadado, no tiene corazón ni entrañas de padre.
¿Padre? Si fuera padre, ¡no me trataría así!
Y nos revolvemos, acorralados e impotentes, destrozados y aniquilados, contra la terrible mano izquierda de Dios.
Gritamos. Protestamos. Nos rebelamos.
Luego nos quedamos solos.
Vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes.
Y, sin darnos cuenta, la primera oración.
Volvemos a protestar. Contra Dios. Y contra nuestra primera oración.
Sucede el cansancio.
Otra vez solos.
Las lágrimas ya son más serenas.
Ya rezamos sin protestar.
Tenemos ganas de besar algo … ¿Qué?
Sí. Eso. Ya lo encontramos: un crucifijo.
Y con un beso le decimos a Dios que está bien, que lo que El disponga.
* * *
Terrible. Violenta. Dura. Implacable.
Pero: ¡bendita mano izquierda de Dios!
Es el beso que más cuesta dar.
Pero el más sabroso de todos los besos.
Lo más difícil es dar el primero. Después… ya no se puede vivir sin besar la mano izquierda de Dios.
Y se formulan “absurdas” expresiones:
—”Bendita presa que se rompió. Arrasó mi fábrica. Pero, ¡me acercó a Dios!”
—Tengo veintidós años y un cáncer de hueso. Nunca he sido tan feliz como ahora.
—Aunque me devolvieran la salud, no querría. He aprendido muchas cosas insospechadas.
—¿Mi hija monja? ¿Qué sería de mí sin ella? ¿Quiere usted saber la verdad? Ofreció su vida en clausura por mi salvación. Yo andaba muy lejos de Dios.
* * *
Estoy pensando, Cristo mío Roto, que en la tarde del Primer Viernes Santo, cuando los hombres te clavaron en la Cruz y se alzó en la historia el primer Crucifijo Vivo, junto a Ti, a ambos lados, izquierda y derecha, se alzaron otros dos crucifijos vivos, de carne, también, los dos Ladrones.
Eran ladrones, pero Tú los querías y los habías perseguido toda su vida con tu mano derecha. Inútil. Se te escapaban siempre.
Entonces decidiste emplear tu izquierda, que disfrazaste en forma de cruz.
Y éste es el disfraz primitivo y verdadero de tu mano izquierda: la Cruz.
El accidente de trabajo, la presa rota, el choque de automóvil, el fracaso, el cáncer… —¡tu mano izquierda!— ¿no siguen siendo cruces en las que nos crucifica el dolor?
A los dos Ladrones les hiciste el regalo supremo de tu Cruz: de tu mano izquierda. Y colocaste sus cruces a tu lado, haciendo; juego con tu Cruz, para que con sólo volver la cabeza aprendieran de Ti a besar la mano izquierda del Padre.
Uno —dicen que el de la derecha—, después de haber rechazado tantas veces en vida tu mano derecha, aceptó la cruz de tu izquierda y por la izquierda saltó al Reino de los Cielos: “Hoy estarás Conmigo en el Paraíso”.
Pero el otro —dicen que el de la izquierda—, acostumbrado a rechazar siempre tu mano, no supo distinguir la última oportunidad y entrenado rabiosamente en rebeldía, rechazó también tu izquierda: “Si tú eres Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Hizo fracasar tus dos manos, la izquierda y la derecha. Se retorcía desesperado y blasfemante en la más espantosa de las agonías, tan cerca de tus manos, abiertas hasta descoyuntarse para salvarlo y que empezaban ya a enfriarse en la Cruz por la muerte y el fracaso.
Lo quisiste abrazar con tu izquierda y tu derecha.
Pero te quedaste para siempre con el abrazo frustrado entre tus manos burladas.
Y eso que lo colocaste al lado de tu Corazón: a tu izquierda.
La izquierda está más cerca de tu Corazón que la mano derecha.
Naturalmente: porque sólo usas la izquierda con aquellos que misteriosa y privilegiadamente ama tu Corazón.
Pero, claro, como todo es cuestión de amor, también, recíprocamente, para aceptar la cruz implacable de tu izquierda hay que tener corazón.
Porque también los hombres tenemos en nuestra mano el hacer fracasar la mano izquierda de Dios.
* * *
Cristo mío Roto:
Ahora sí que no te mando restaurar ya nunca.
Te quiero así junto a mí siempre: sin mano derecha. Sólo con tu izquierda.
Para mirarla mucho y hacerme a ella.
Para arrimarme mucho a su sombra y perderle el miedo.
Para besarla mucho, mucho… de modo que mis labios se entrenen en ese beso difícil.
Y sobre todo, Señor, para estar seguro, que si te fallara conmigo tu dulcísima mano derecha, emplearías, para salvarme, tu terrible mano izquierda.
Cristo mío Roto:
Te lo digo en nombre mío y de todos los amigos televidentes que te están viendo en la pantalla, manco de la derecha, ofreciéndonos tu izquierda.
Te lo digo en nombre de todos, porque todos somos valientes para pedírtelo desde ahora.
Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu derecha, desclava tu izquierda; disfrázala de lo que quieras: fracaso, calumnia, ruina, accidente, cáncer, muerte.
Cristo Roto:
que seamos hijos de tu mano.
De tu derecha,
¡o de tu izquierda!
Señor, estoy pensando que yo siempre tuve devoción a tu izquierda. Hace años, muchos años, yo te escribí estos versos íntimos. Permíteme que hoy los diga en voz alta:
“Dame una mano tuya, aunque sea la izquierda.
Lo mismo da, si es tuya.
Si yo cojo tu manó, no hay miedo que yo huya.
Si tú coges mi mano, no hay miedo que me pierda.
Dame una mano tuya, aunque sea tu izquierda.”
* * *
Hasta mañana, amigos.
Una sugerencia, antes de marchar.
A la cabecera de tu cama, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado en la Cruz.
¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano izquierda? Y que sea, lo que sea. Atrévete.
Buenas noches, amigos.
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