Usted, Madre, sabe bien que son muy pocas las almas que no miden el poder divino por la medida de sus cortos pensamientos, y que quieren que haya excepciones a todo en la tierra. ¡Sólo Dios no tiene derecho alguno a hacerlas! Sé que hace mucho tiempo que entre los humanos se practica esta forma de medir la experiencia por los años, pues ya el santo rey David en su adolescencia cantaba al Señor «Soy joven y despreciado». Sin embargo, no teme decir en ese mismo salmo 118: «Soy más sagaz que los ancianos, porque busco tu voluntad… Tu palabra es lámpara para mis pasos… Estoy dispuesto para cumplir tus mandatos, y nada me turba …»
Madre querida, usted no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi alma, que hasta me daba la experiencia de los años… Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir ahora vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases bonitas con el fin de hacerle creer que tengo gran humildad. Prefiero reconocer que toda sencillez del Todo poderoso ha hecho obras grandes en el alma de la hija de su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle hecho ver su pequeñez, su impotencia.
Madre querida, usted sabe cómo Dios ha querido que mi alma pasara por muchas clases de pruebas. He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con paz, soy realmente feliz de sufrir.
Teresa de Lisieux. Historia de un alma. Burgos: Editorial Monte Carmelo, 1998. Manuscrito “C”. Cap. X.
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